I
Carlos hizo una pausa, se quedó callado por un momento, y de él brotó un silencio duro y frio, una ola invisible que se expandió en el aire hasta llegar a la cocina desde donde yo lo escuchaba y cortaba unos limones.
-Me parece que hice algo malo, dijo.
Su voz se había ensombrecido de repente, sin embargo sus palabras no me contagiaban la angustia en la que estaban envueltas; yo lo escuchaba sin escucharlo en realidad, absorbido por eso que todavía burbujeaba dentro mío, la sorpresa de que hubiera pasado a verme. Carlos hablaba desde el sillón donde se desparramaba a su gusto, aunque allí apenas entraba y las piernas le quedaban de un modo infantil colgando un poco en el aire. Había salido de trabajar, de estar metido en esa casilla de acrílico elevada a varios metros de altura desde donde observaba las dársenas de ómnibus de la estación Gare Du Nord; su tarea era anunciar los arribos y las partidas a través de unos altoparlantes. Era una especie de locutor sin serlo, frente a un micrófono repetía cada cinco o seis minutos en un tono monocorde aquellas palabras en francés aprendidas por fonética: arribo de nave procedente de Amberes a plataforma cuatro, favor tener precaución al abordar, última llamada para plataforma siete, destino a Gante, última llamada. Ahora se había vuelto a quedar en silencio, y yo supe que algo grave sucedía.
Bajé la mirada y volví concentrarme en lo que hacía, con un cuchillo afilado intentaba separar la cáscara de unos limones, que al soltar su jugo me hacían arder un pequeño y superficial corte en el dedo que hasta ese momento no sabía que tenía, hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas, un poco por el ácido de los limones. Carlos no solía avisar que pasaba a visitarme –aunque para eso tenía las llaves que yo le había dado una noche, así podía entrar y salir de mi apartamento si yo no estaba—, y cada vez que venía se tumbaba ahí, en aquel sillón destartalado donde apenas cabían dos personas apretadas; como su cuerpo era largo y delgado él tenía que doblar las piernas por sobre el apoyabrazos. Desde la cocina, y sin que se diera cuenta, aparté un momento la vista de los limones que tenía sobre la mesada para ver sus pies en el aire, enfundados dentro de esos mocasines negros y estropeados, las medias azules de lycra, de seguro traídas desde Buenos Aires, y por unos segundos me quedé viendo la sombra dorada que se formaba por esos pelitos rubios de su pantorrilla que el pantalón un poco arremangado no le llegaba a cubrir. Luego coloqué los gajos del limón en un platito y los guardé en la heladera, tomé las cáscaras y las metí dentro del mortero de porcelana.