Carlos dejó el taco y se quedó quieto, parado junto a la mesa, distante de mí, y del resto de los que jugaban a nuestro alrededor, en otras mesas iguales a la nuestra, como si recordara algo reciente que todavía le hacía daño.
-Ganaste vos, dijo después. Sin siquiera mirarme.
Se apoyó en el respaldo de la silla, donde habíamos colgado los abrigos, y se quedó con la mirada perdida en el paño verde de la mesa de pool.
Di unos pasos hacia atrás, me retiré apenas unos metros para dejarlo solo, y aquella pequeña distancia fue suficiente para ausentarme por un momento de su mundo; desde donde estaba, observé detenidamente su pelo revuelto, más dorado por la luz verdosa que volaba sobre la mesa de pool, sus hombros anchos y abiertos, su espalda arqueada hacia adelante por la postura que había tomado al apoyarse sobre la silla, sus caderas delgadas pero fuertes, los muslos llenos, las piernas largas y rectas, dentro de esos pantalones de pana marrón. Ahí estaba él, de espaldas todo para mí, y al mismo tiempo lejísimo; solo en la superficie su forma aparecía ante mis ojos, pero ya se había marchado Carlos, se escondía de mí, y de sí mismo tal vez, en un lugar en el que yo no había estado nunca, porque él nunca me había permitido llegar hasta ahí.
Se me empañaron los ojos, me dio bronca saber que unas ganas grises y tremendas de llorar cobraban fuerzas y se alzaban desde el pecho hasta la garganta, no por él sino por mí.
-Carlos, dije con un hilo de voz.
Y desde aquel lugar donde se encontraba, todavía de espaldas, Carlos dijo
-Acompáñame hasta casa. Por favor.
Nos habíamos conocido por casualidad, durante el otoño pasado, en la puerta de aquel almacén de la avenida de Malmaison, donde me había enterado que vendían productos argentinos, y después de conversar unas pocas palabras en la puerta de aquel local los dos habíamos aceptado la amistad del otro por el simple hecho de que no conocíamos a nadie más en Bruselas. Él había llegado meses atrás, gracias a un programa de intercambio; yo vivía desde hacía ya dos años en Europa, siempre de una ciudad a la otra, donde no duraba un semestre completo. Respecto a Carlos, y a ese sillón de gamuza bordó en estado bastante delicado donde él solía estirarse y apoyar las piernas –aunque para eso tuviera que doblarse un poco—, se puede decir que tenían el mismo origen para mí: los dos habían aparecido de improviso, en la calle, sin que yo los estuviera buscando; uno junto a unos árboles, donde lo habían desechado, el otro entrando a ese almacén donde se podía conseguir yerba para el mate y alguna clase de dulce de leche a un precio razonable. A los pocos minutos de conocerlo, Carlos me contó con cierto orgullo que había venido a Bruselas a realizar una pasantía como práctico en el puerto de Oostende, aunque me tuvo que explicar varias veces de qué se trataba ese trabajo: ayudamos al Capitán del barco para que pueda atracar su buque en el muelle y poder descargar su mercadería, pero una serie de problemas con sus documentos lo habían marginado a la terminal de micros de Gare Du Nord, donde se ganaba el pan durante ocho horas al día