Una vez que sirvió un poco de cerveza en los vasos ella permaneció inmóvil parada junto a la mesa, a la espera de que se nos ocurriera pedir algo más; tenía la mirada en el suelo, en esas sombras que nos rodeaban los pies, pero las orejas bien atentas; como no dijimos nada, se retiró con la bandeja apretada en la cintura con un paso firme, haciendo sonar marcialmente la suela de sus zapatos contra las baldosas. Carlos esperó a que ella hubiera entrado al barcito, y sin levantar la mirada del mantel, prosiguió
-Si logro dormirme, al rato me despierto como si alguien susurrara mi nombre desde el umbral de la puerta de la pieza. Ya sé que no voy a encontrar a nadie, pero por las dudas me levanto y miro. Entonces me quedo un buen rato sentado en la cama con los ojos abiertos, hasta que me vuelvo a dormir. Me quedo así, Rafael… quieto, como un idiota, queriendo entender quién es el que me está llamando en el sueño.
Pensé durante algunos segundos en lo que Carlos me acababa de contar, mientras buscaba en mi mente algún hilo que me llevara hacia otra dirección, pero no se me ocurrió otra cosa más que relacionarlo con esas mujeres que lo invitaban a salir de noche, esas danseurs matures que lo habían comenzado a intoxicar con el perfume que le dejaban como una marca en la piel. No dije nada, no tuve el coraje. Tomé un sorbo de cerveza, él levantó su vaso para tomar también, pero no tomaba; solo miraba el vaso en el aire, como si buscara algo ahí dentro. Sin que lo notara, lo observé otra vez; su rostro se había endurecido, ahora Carlos pensaba en algo que no me decía –porque no se atrevía a decírmelo—, y fruncía un poco los labios al apretar las mandíbulas. Por un momento temí que fuera a lanzar el vaso contra el suelo. Pero luego se lo llevo a la boca, dijo salud Rafael…, en un susurro oscuro que apenas oí. De un solo trago tomó a las apuradas toda la cerveza que la chica le había servido. Dejó el vaso en la mesa, a una distancia simétrica del mío, volvió a llenarlo y su mirada se perdió en alguna parte en la penumbra de aquel túnel que formaban los árboles de la acera, hacia el fondo de la calle. Parecía haberse resignado a eso que había estado pensando, y esbozó una sonrisa triste. Tal vez era por esa luz delirante que nos llegaba desde el interior del bar, pero me pareció que Carlos se había avejentado varios años desde que habíamos salido de mi apartamento, como si estuviera a punto de quedarse dormido o de comenzar a llorar.
Por momentos un auto pasaba por la calle, o se detenía en el semáforo de la esquina. El ronroneo de los motores apaciguaba un poco la quietud en la que estábamos sumergidos, hasta que el auto avanzaba, se iba, y nos dejaba otra vez solos y en silencio.
-Decime algo Rafael, por favor, dijo Carlos.