Ahora se hacen más pequeñas las ventanas, se apaga de pronto la luz de la tarde, las paredes de este rancho se tuercen y se le vienen encima. La puerta de su despacho rechina cuando se abre sola, hacia la soledad del pasillo. No hay nadie en el destacamento, sin embargo el oficial se levanta de la silla y lentamente camina hacia el fondo de esta casa. Allí se encuentra el calabozo, el cuarto de ventanas tapiadas, oscuro y vacío, que le recuerda aquel otro lugar donde su padrastro guardaba la guadaña y las monturas, y a veces dejaba entrar al caballo que tenía para que paleara un poco el frio de la madrugada. Cuando le toca quedarse aquí, como esta noche, el oficial se asoma para ver por entre los barrotes de la puerta. Desde allí se oyen los ruidos. Los cascos pegan nerviosos contra el suelo, se siente el fuerte olor a sudor, a cuero de montura. El oficial abre la puerta, no quiere hacerlo, pero entra igual al cuarto. Y al adentrarse en la negrura absoluta de esta habitación primero lo sorprende el resoplido asustado del animal, y después el encenderse de unos ojos enormes y furiosos.
No muchos años atrás el pueblo no era todavía ni siquiera un pueblo, sino un puñado de casas bajas desperdigadas en el horizonte, cuando ya comenzaban a instalarse las primeras personas que huían, al parecer, de peores lugares. El oficial había nacido a las afueras de ese pueblo, se había criado entre gallinas y álamos viejos y pocos seres humanos. Le tocó ir al colegio salteado, los años que lo llevaban al pueblo vecino porque donde vivía no había una sola escuela, y de algún modo cuando cumplió los diecisiete años se anotó para trabajar de policía. Le dieron un arma, le enseñaron a cargarla y a tenerla limpia, le preguntaron qué talle de camisa usaba y dos semanas después ya estaba en su puesto bajo las órdenes del comisario. Era eso o quedarse en su casa matando a escopetazos monos y cimarrones.
Sin que el oficial lo quiera, este rancho donde ahora funciona la comisaria le recuerda su casa donde creció. Aunque aquí hay tres cuartos y una pequeña cocina separada, es también una construcción antigua de paredes anchas y porosas, manchadas por los malos tiempos. Entonces por momentos vuelve a estar en esa casa silenciosa donde vivía con su madre y aquel hombre, y otra vez a ser ese niño que andaba siempre medio enfermo. El oficial levanta la mirada de su escritorio, no ve su despacho, es una de esas noches que le toca el turno hasta la tarde siguiente, está solo en el destacamento, y la quietud permanente se hace narcótica y lo hipnotiza. Con los ojos dibuja la habitación donde dormían todos juntos, atravesada a la cama más grande de su madre y ese hombre se aparecen las puertas desvencijadas del armario, su camastro de hierro bajo el crucifijo colgado en la pared, y más allá, donde está el despacho del comisario el oficial parece iluminar con su mirada la sala donde en su casa había una mesa y unas sillas de mimbre que les habían donado de una inundación. En la salamandra de hierro fundido, donde a veces se cocinaba, el oficial apoya a propósito las manos para quemárselas y dejarlas en carne viva. Cuando despierta, lo primero que encuentra delante de sus ojos es el rostro duro del comisario, y tiene que hacer un esfuerzo enorme para abrir la garganta y que la voz no se le haga de niño.
-Buenas noches, dice el oficial. Estaba descansando un poco.
El comisario lo mira, piensa en otra cosa más allá de las palabras del oficial. Luego dirige la vista hacia la ventana. Afuera está la camioneta que usan para patrullar. Sentado en la parte trasera, esposado, se alcanza a ver la figura recortada de Tito.
-Traélo, dice el comisario. Lo tenemos que hacer hablar.