Su camioneta ha quedado ahí, al frente de esta casa con sus techos coloniales de tejas abobadas, algunas rotas y corridas por los vientos, lo que permite que los días de lluvia se formen goteras y vayan pudriendo las maderas del cielo raso. Alrededor de la casa hay unas cortaderas altas y desprolijas que se empeñan en crecer a su capricho, y a unos cinco kilómetros, lo que podríamos decir es el centro del pueblo, existe una superficie cuadrada y plana, de unos cincuenta metros de lado, cubierta de pasto silvestre que hace las veces de plaza. Allí unos senderos angostos hechos de hormigón nacen desde las esquinas y se conectan al llegar al centro de este espacio en un círculo también de hormigón, donde hay cuatro bancos de madera enfrentados que miran hacia un mástil y su bandera izada. Salvo por las cuatro calles que rodean esta plaza, el resto en el pueblo de Colonia Vela está sin asfaltar, y así quedarán según parece. La camioneta del comisario no tiene ninguna identificación pintada en las puertas, tampoco lleva su matrícula en los paragolpes, sin embargo, tanto él como el oficial lo usan como si fuese un patrullero, aunque nunca lo sacan hasta la ruta. De todos modos, los habitantes de Colonia Vela conocen el vehículo, y la impresión que les causa cuando lo ven venir con sus ruedas chuecas levantado la polvareda hace que por instinto se meten adentro de las casas.
El oficial piensa en el pueblo como un lugar vacío, una especie de isla habitada por fantasmas, a lo poco de campo sembrado alrededor del caserío se le suman unas pocas vacas buscando tierra firme en las partes más alta del monte, porque si no fuese por ese hilo de asfalto que ha quedado apenas por encima de la superficie del agua desde la última inundación, Colonia Vela sería un lugar aislado del resto de los pueblos. A sus afueras, casi llegando a la ruta, el paisaje cambia abruptamente, en su mayoría es un terruño bajo un espejo silencioso y oscuro, hecho de esa masa quieta y herida, propia de una tierra anegada, que se cierne acuosamente sobre Colonia Vela de forma amenazante, infundiendo así en esta gente un sentimiento de derrota, y de humillación quizá, que cargan y les tuerce el cuerpo, sin que sepan del todo de donde es que les viene, pero que depositan unos en otros, generación tras generación, en la condena perpetua que la naturaleza indiferente a ellos les impone.
Aunque el oficial es un hombre joven, tendrá menos de treinta años, o al menos es lo que aparenta, siente que ha vivido en este pueblo todos sus años y también los años de sus antepasados, quizá porque no ha salido nunca de Colonia Vela. Su delgadez le afina el cuerpo, lo hace parecer más alto, y también más frágil; la flacura que lleva encima es la reminiscencia de esa desnutrición que lo azotó en la infancia. Pero cuando dentro de su mente mira hacia atrás, el oficial no siente pena de sí mismo, encuentra esas imágenes de senderos salpicados por las manchas incandescentes de la luz solar al traspasar la fronda de los álamos, los sonidos de los pájaros silvestres e invisibles entreverados en sus ramas, la liviandad en los huesos al sumergirse en ese agua blanca y fuerte del arroyo. Algo de esto lo conmueve profundamente, los ojos se le ponen rojos y se le llenan de lágrimas, tanto que a veces se avergüenza, en especial si lleva puesto el informe, cuando comprende que ese niño que ha sido lograba de algún modo en ese entonces quedarse de a ratos y de forma inexplicable en ese lado luminoso de su pequeña existencia, por encima de aquellos otros peligros y maltratos, que más allá de las marcas que le dejaban en el cuerpo se obligaba a olvidar casi de inmediato.