Ahora desde que fue a buscar a Tito a la camioneta del comisario para traerlo hasta el interior de la comisaria el oficial se ha puesto a pensar por qué lo tienen detenido, y si lo harán pasar la noche en el calabozo. Tito dice algo, es un murmullo nomás. El oficial que lo tiene enfrente, ensimismado en sus pensamientos, levanta la mirada sorprendido, y la presencia de este muchacho se materializara de repente.
-Tengo hambre, es lo que dice Tito.
El oficial está a punto de responder cuando el comisario abre la puerta y entra al despacho. Tiene un gesto de fastidio en el rostro, sabe que mientras el detenido se comporte como una criatura será difícil hacerle memorizar eso que necesita que salga de sus labios. Su declaración es fundamental, debe repetirse de memoria frente a un par de testigos pero de un modo fluido y natural, antes de que el teléfono en la comisaria vuelva a sonar y pregunten desde la seccional de Capital si el caso ya está resuelto. El comisario mira su reloj, debe darse prisa. En estos momentos el cuerpo dañado de la hija de la señora Mariana sale del pueblo, viaja dentro de la caja de una camioneta por esa ruta negra que surca los campos inundados, se aleja de todos los habitantes de Colonia Vela y también de su asesino, y así andará la noche entera hasta llegar a la morgue de un hospital en Buenos Aires. Tiene estas siete horas, ocho a lo sumo, el comisario, es el tiempo que le queda para ordenar este asunto. Su mirada se ha ido hacia el rectángulo vertical de la ventana, hay un cielo todavía claro y dos ramas brotadas se balancean con el viento. Piensa el comisario, tiene esta idea, eso que ha estado dando vueltas en su cabeza cobra de a poco cierto sentido. En realidad, sólo quiere convencerse a sí mismo que a su debido momento encontrará el valor de hacer esto que pretende hacer. El oficial, como si adivinara un poco sus intenciones, se incorpora y sale del despacho.
Pero no se aleja, se queda detrás de la puerta, el oficial siente las vibraciones contra el piso, imagina que Tito estará intentando zafarse de las esposas moviendo el cuerpo, arrastrando la silla. Mejor lo hubiera dejado atado a una de las patas del escritorio, piensa el oficial cuando apoya la mano en el picaporte de la puerta para volver a entrar. Algo lo detiene, gira y ve hacia el fondo del pasillo. Ese cuarto cerrado, la puerta de barrotes. La quietud del calabozo lo atrapa, lo inmoviliza, lo deja acobardado. Siente que no puede regresar a su despacho ni acercarse hacia esa habitación a oscuras, entonces abre la otra puerta, la que da al salón más grande, y sale al fin al aire tibio de la tarde.
Tito está ahí, como lo ha dejado el oficial, sentado en la silla un poco torcido a causa de las esposas que lo obligan a tomar esa postura para que no le duela tanto la espalda. El comisario lo observa por algunos segundos. El teléfono llama. Su sonido es ronco, parece hacer temblar el tubo apoyado sobre el aparato, y mientras el comisario no atienda pensará que el llamado proviene de la casa de la madre de la señorita Mariana. Esa mujer ancha, de brazos gruesos y modales de hombre, tiene por costumbre desconfiar de todo el mundo, formas que ha incorporado quizá de su oficio de prestamista de dinero. Su negocio es ese, el comisario lo sabe y lo permite, por debajo de la mesa algunos billetes lo ayudan a hacerse el distraído. Los clientes de la madre de la señorita Mariana recurren a ella en momentos de zozobra financiera, por decirlo de algún modo, intuyendo a veces de ante mano que no podrán fácilmente devolver lo que se llevan y asumiendo de mala gana incluso sus pésimas consecuencias; no es el interés propiamente dicho, exagerado varias veces, es cierto, lo que esta mujer exige por el dinero prestado, sino los favores a realizar con los que se comprometen los deudores a cambio de ese dinero que ya no logran devolver. Es eso mismo lo que hace que la madre de la señorita Mariana tenga cierto poder entre la gente del pueblo, aunque no sean muchos y se conozcan todos, y goce incluso de algunas buenas y de muchas malas influencias, y muy por el contrario de lo que ella está convencida, por consecuencia, tenga más enemigos de los que sospecha