Una imagen en su mente hace que el rostro del comisario se llene de pliegues, unas líneas horizontales, más oscuras aún que la piel, se forman en la frente y otras nacen hacia todas direcciones desde alrededor de sus ojos, los labios se prensan frunciendo también el mentón, y los pómulos se levantan angulosos durante los segundos en que piensa en esto; la cara de esta muchacha herida a dentelladas. El comisario cierra los ojos, aunque no se da cuenta que lo hace, y vuelve a ver en ese aire negro que flota delante suyo las mordeduras en el rostro de la señorita Lorena. La carne viva, roja, brota de los huesos como si burbujeara. Sin embargo, algo de eso disipa un poco la repulsión que siente, el comisario sabe que ahí está la clave del asunto, no para esclarecer el crimen sino para que resulte verosímil la explicación que está dispuesto a dar. La han mordido a esa muchacha, la han mordido en la cara mientras dormía. Quien lo haya hecho es una bestia salvaje. Y para terminar de convencerse se le ocurre pensar en la novela policial que le prestaron aquella vez en la comisaria. Piensa, porque así lo ha leído, que primero debe encontrar el móvil, y después un arma homicida, y el caso se resuelve por sí solo. O no debe haberse hallado nada en absoluto, y el caso se resuelve entonces culpando a quien no pueda defenderse. No recuerda el nombre de ese libro, justamente porque fue la única novela que ha leído en toda su vida, y por ende no siente necesario recordar su título ya que sólo le basta con pensarlo así, eso que leí una vez. Tampoco recuerda, por supuesto que no, el nombre del autor, pero sí a esa señora mayor que usaba unos lentes hechos de pasta, y que después de mirarlo a los ojos y de quedarse unos segundos en silencio le ofreció aquel libro de ficción. Habían venido, el libro y esa mujer, y aquel hombre que la acompañaba, en una biblioteca ambulante montada en un micro escolar, que solía pasar cada tres o cuatro meses para instalarse durante unos días frente a la plaza del pueblo. El comisario siempre tuvo facilidad para recordar ciertos detalles visuales, por ejemplo, la escarapela prendida en su blusa el día que la mujer se acercó a la comisaria para iniciarlo en la lectura, o las moscas de esa tarde que parecían encaprichadas en querer molestar, o esas manos blancas y temblorosas, surcadas por unas venitas azules. La señora le había ofrecido aquella novela policial, y en ese momento el comisario le dio bronca reconocer que tal vez aquella mujer sentía algo de lástima por ese hombre de uniforme, con algo de aborigen en la mirada, de otro tiempo, que veía como si reconociera al colonizador en la orilla, con su ofrenda en la mano, tras descender de su navío con ruedas. El comisario se recuerda a sí mismo, y es lo que más le duele en su orgullo, tomando ese libro como si no fuese un libro, sino un objeto extraño, peligroso quizás, dentro del cual desconocía aquello que podría hallarse. Y en ese instante intuyó, todavía mientras el libro pasaba de mano, la pregunta que esa mujer no se atrevía a formularle, pero que retumbó de todos modos en su mente, incluso ahora que vuelve a pensar en esto. ¿Usted sabe leer?
Como si fuese la puesta en escena de una obra de teatro, el comisario deja el despacho donde está para ir hasta el suyo y en ese momento vuelve a entrar el oficial. Antes de salir, el comisario dice
-Sacale las esposas que no se va a ir a ningún lado.
El oficial lo libera, y lo primero que Tito hace es pasarse los dedos por la nuca; lleva el pelo casi rapado, de vez en cuando le afeitan la cabeza para que no se le llene de piojos. Las únicas manos que se han posado sobre su cuerpo han sido para golpearlo, y con este gesto de llevarse la mano a la cabeza le parece que así debe sentirse una caricia, y sin saberlo adopta una expresión de vago placer, como los perros cuando se rascan la barriga. El oficial se sienta en su silla a esperar nuevas órdenes del comisario, que ha salido para poder hablar por teléfono en privado, y se lo queda viendo detrás de su escritorio; le mira la camisa sucia y desabrochada, nota que los pantalones le quedan demasiado grande, tiene los zapatos al revés, el izquierdo en el pie derecho y el derecho en el pie izquierdo. No está seguro de lo que está por hacer, un poco porque acaba de sentarse y no tiene ganas de volver a moverse, pero por las dudas se incorpora y rodea el escritorio, luego se agacha junto a los pies de Tito que lo mira con desconfianza, y le separa las piernas. Tito se resiste, se pone rígido, y el oficial levanta la cabeza y le dice que se quede quieto. Comienza a quitarle los cordones de los zapatos, no sea cosa que en un descuido se le dé por ahorcarse.