Ahí estuvo internado Tito, en ese hospital de pueblo que no llevaba nombre, durante unos largos meses que se hicieron año y medio, sin que nadie se enterase de veras quién era en realidad ese niño. Durante aquel tiempo había pasado de tener diez a años a tener once. Pero más allá de eso, Tito comía todos los días, tenía una cama donde dormir, si llovía no se mojaba, y en algún lugar de su memoria aquellos momentos despiertan todavía una sensación de lejana felicidad. Hasta que los médicos concluyeron que ya no había mucho más que hacer con ese virus que le había tomado parte del cerebro, y sin tener que dar explicaciones a nadie, que de seguro hubiera insistido para que hicieran algo más, decidieron que esa cama que ocupaba podía ser útil recibiendo a otro paciente. Como no tenía lugar a donde ir, lo habían vestido con las ropas que le habían conseguido, y lo habían dejado en la puerta del hospital para que buscara el modo de regresar a su vida en la plaza. Esa misma noche Tito durmió sin quejas en las escaleras del hospital, entre algunos cartones y un colchón viejo que los de mantenimiento le había acercado. No quería alejarse de allí, de algún modo sentía que sólo lo habían cambiado de piso, del segundo a la planta baja, y ahí supo permanecer durante meses, en esos tres escalones de mármol donde se había asentado. Las mismas enfermeras que le habían tomado cierto cariño, cada tanto le acercaban algunas sobras para comer y le tomaban la fiebre. Hasta que una mañana de diciembre encontraron sólo sus cartones y las mantas en un rincón de la escalera. El hombre que lo había recogido de la plaza lo había ido a buscar, y tras bajarlo de su camioneta en la puerta de su negocio, le había mostrado unas escaleras que conducían a un sótano.
-Hay un catre ahí, fíjate.
El hombre lo vio bajar y perderse en la oscuridad de aquel pozo.
-Mañana vuelvo y te saco.
El comisario se inclina sobre Tito, le respira en la cara. Vuelve a preguntarle
-¿Vos sabés lo que le hiciste a esa chica, no?
Lo toma de un brazo y hace que se levante. Ahora Tito se incorpora con algo de dificultad, después de haber estado tanto tiempo así, encorvado con la espalda torcida, esposado al respaldo de la silla frente al escritorio, siente que además de las muñecas le duele también un poco el cuello y los hombros. Pero no se queja. Desde que lo han traído a la comisaria no ha dicho nada que pudiera hacer enojar a esos dos hombres que lo tienen ahí encerrado. El comisario se alisa la camisa con las manos y mira de soslayo al oficial, le gustaría que no estuviese ahí pero no puede pedirle que se vaya. Pretende que Tito diga en voz alta unas palabras, y que las repita, que las ensaye, que se las aprenda de memoria. Tito está nervioso. Si han hecho que se pare es porque van a golpearlo. Y cuando se pone así dice lo primero que se le viene a la cabeza.
-La carne de perro muerto enseguida se pone verde.
Tito dice que lo sabe porque se lo han dicho en la carnicería donde vive. Ya no vive más en las escaleras del hospital, aclara, sino que vive en un sótano de la carnicería en la calle Peña, y menciona el nombre de la calle varias veces como si en el pueblo existiera otra carnicería. Entonces, en el mismo tono que antes, y con el mismo tartamudeo, Tito repite
-A la señorita Lorena la mordieron con saña.
Al oírlo un mecanismo correctivo se activa en el comisario, que alza la mano y la abre, y le da una sonora bofetada. El oficial se tensa. El niño que todavía existe dentro del oficial se tensa aún más.
-Fuiste vos el que atacó a esa criatura, no te hagás el que no sabés nada.
Tito recibe el golpe, y le duele, sí, le arde la cara donde el comisario estrelló su mano, pero tampoco responde. Ya lo han golpeado antes, sabe que es la forma en la que algunos le explican las cosas. Suelen hablarle así, con la brutalidad de las manos, porque parece que de otro modo no entiende.
-Con saña… repite en voz baja el comisario. ¿Dónde escuchaste eso vos?
Tito no comprende que significa esta última palabra, le llama la atención y la confunde con sarna. Al decirla le recuerda los perros vagabundos y enfermos que merodean la carnicería, esperando que le tiren algún desperdicio para comer.
-Sentate, le dice el comisario, como si quisiera comenzar la conversación de nuevo.
Tito obedece.
-Vas a decir que te metiste de noche a la casa y la atacaste porque le tenías ganas.
El comisario habla sin alzar la voz, con los labios apretados, cuanta más dura es la amenaza menos se altera. Ya le ha dado resultado esto de poner palabras en la boca del acusado, varias veces ha tenido que interrogar y hacer confesar a esos vagos de siempre que aparecen por el pueblo y se meten a los ranchos a ver que pueden sacar. El comisario está por decir algo más, pero se detiene, sabe muy bien que el oficial está escuchándolo, lo tiene a sus espaldas, a menos de tres metros de distancia, sentado en su escritorio sin hacer nada, y aunque el oficial desvíe la mirada y se haga el distraído lo está juzgando, como hace siempre que lo ve actuar. No se aguanta que un hombre ejerza la autoridad de policía, piensa el comisario, desde que el oficial pisó la comisaria le pareció un inútil, un blandito. Si no fuese por él, se dice a sí mismo el comisario, los del pueblo tomarían el destacamento y los empalarían a los dos con el mástil de la bandera del patio.