De repente Tito parece comprender porque está aquí, como si oyera aquella noticia de la muerte de esa muchacha por primera vez. Se le deforma la cara, parece una criatura ahora a punto de ponerse a llorar. Pero al cabo de unos segundos olvida por qué se había puesto así, y vuelve a mirar al comisario como si nada sucediera.
-Si. dice.
Como si alcanzara con eso. Y asiente con la cabeza. No quiere que vuelvan a golpearlo, entonces vuele a asentir con la cabeza y agrega
-Fui yo.
El comisario le mira la boca que ha quedado entreabierta, los labios finos, la lengua rosada, ancha, los dientes torcidos, por donde van a salir esas palabras que tanto necesita. En las manos del comisario los dedos se estiran como si se preparara para trabajar sobre una máquina de escribir invisible. Contento porque el comisario le presta atención y no le pega, Tito continua su relato
-La mató Tito, dice. Y sonríe. Yo la maté.
Y después se señala a sí mismo para subrayar lo que acaba de decir, con el índice le apunta al centro de su pecho flaco y huesudo. Mira también al oficial, pero éste prefiere mirar para otro lado. El comisario cierra el puño y le da un golpe suave a la mesa, lleno de bronca; se ha dejado llevar por el impulso de obtener una confesión que sabe que no sirve, al menos no le sirve así, con un Tito que pueda mañana desdecirse, amparado en la discapacidad de la que todos en el pueblo están al tanto. Necesita algo más, eso que complemente la confesión que ya tiene. Eso que justifique las siete mordeduras en el rostro de la señorita Lorena. Y que Tito eternamente ya no pueda defenderse. El comisario sabe que no le queda mucho tiempo, la noticia habrá llegado ya a la jefatura en Buenos Aires. Tener al autor del crimen detenido dejaría tranquilo a esa persona a la que minutos atrás intentaba llamar por teléfono. Ahora se alegra de no haber podido comunicarse, hasta ahora no tiene nada resuelto. Necesita escribir la confesión. Que el oficial traiga la Remintong y una hoja en blanco.
El comisario sale de la habitación, recorre el pasillo, acaba de entrar a su despacho. Ha cerrado la puerta con la violencia necesaria para hacerle saber al oficial de su enojo. Se sienta en su silla, detrás del escritorio. Está un poco arrepentido de haberle pegado un cachetazo a ese pibe estúpido que no entiende nada. La silla en la que se sienta cruje un poco al recibir el peso de su cuerpo, y todo queda otra vez bajo un silencio vil y pastoso.
En este impreciso final de la tarde, cuando la noche es más en el cielo que en la superficie de las cosas, dos farolas se han encendido ya en el frente de la comisaria, y su luz rebota tenuemente contra la vereda de baldosas grises, feas, algunas quebradas. Dentro de una de las farolas el foco titila, se queda encendido y vuelve a titilar, señal de que estará por quemarse. Hacia uno de los costados abiertos de la casa, por encima de las bocas abiertas de unos macetones con forma de enormes vasijas de barro apostados uno junto al otro, donde unos lazos de amor asoman descoloridos, se descubren las siluetas tapiadas de las ventanas que pertenecen al cuarto cerrado y a oscuras que se utiliza como calabozo. Dentro de esa habitación hermética se encuentra el comisario, que ha ido hasta ahí para asegurarse que no hubiera nada que Tito pueda utilizar para lastimarse cuando en un momento más vaya a encerrarlo. En el otro cuarto, en el despacho del oficial, hace al menos una hora que Tito duerme sentado en la silla. El oficial, que está sentado en su escritorio, de vez en cuando levanta la mirada de los papeles que tiene enfrente y aprieta los labios por unos segundos cuando se lo queda viendo. No le gusta tenerlo ahí, en su despacho, a cada rato Tito sacude la cabeza como si algo desagradable lo perturbara dentro del sueño. Parece una criatura, piensa el oficial, que no tiene hijos todavía. Y al pensar en esto de tener hijos el miedo a que le salgan como es Tito le genera una cierta sensación desagradable de culpa. Sin embargo, en cuanto termine de hacer los pisos de su casa, que se encuentra no muy lejos de esta comisaria, del otro lado del puente de madera que permite atravesar el arroyo, donde las casas no son casas sino más bien ranchitos de madera con techos de paja junto a los senderos serpenteantes, y que se llenan de penumbra hasta desparecer en cuanto cae la noche, comenzará a acercarse a esa mujer de pelo negro y lacio hasta la cintura con la que vive para tocarla de un modo distinto. Hablan ya, entre los dos y sin palabras, acerca de tener un hijo, con lentas miradas complacientes, entre silencios dulces y apacibles; la mesa queda todavía sin levantar y la cama se entibia, se revuelve, se llena con el olor de la pieza y de esos cuerpos suyos, sudorosos y sensibles, violentos también en su plástica particular. Entre los quehaceres de la casa y los descansos de los turnos en la comisaria el hijo vendrá pronto, sin dudas en cuanto su rancho luzca más parecido a una casa. Su mujer ya suele soñar que está embarazada, se lleva las manos a la panza redonda y enorme, y en su imaginación siente dentro del vientre y sin espantarse la forma alargada de un yacaré. El oficial desea un hijo varón, lo sueña despierto. Sin comprender del todo que ese niño ya ha existido, y resulta irreparable. De todos modos, lo desea. Un niño que lleve los ojos bien negros, algo rasgados, felices y calmos, de la madre.