Pero cuando regresa a la realidad, una sensación de asco se instala dentro de las tripas del oficial, que sabe de las intenciones del comisario. Lo conoce muy bien, ha aprendido a soportar sus órdenes y los métodos que tiene de presentar justicia. En cuanto los habitantes del pueblo se enteren de que tienen a este muchacho aquí detenido ya no importará si se es o no es el autor del crimen. Bastará con hacer correr algunos rumores para que todos esos ojos se vuelvan la mirada del comisario, igual que todas esas manos cargadas de piedras, que serán la mano empuñando su Glock reglamentaria.
La puerta se abre. Es el comisario que la empuja para entrar al despacho del oficial. Al ver que Tito duerme, dice
-Si llaman no estoy, salí a la ruta.
El oficial lo escucha y no responde. Unos segundos después, se incorpora de su silla y se acerca para despertar a Tito, pero el comisario le hace un gesto para que lo deje dormir y salga del despacho. Cuando el oficial se acerca a la puerta para irse, la voz infantil, apagada de Tito, lo detiene.
-Mamm… mma...
Los hombres se incomodan, levantan la mirada, observan al muchacho con algo de angustia y de ansiedad, sin ternura. Tito no abre los ojos, murmura algo más y se acomoda en la silla. No recuerda en realidad a su madre, es probable que no la haya conocido nunca; al separarse de ella era todavía un infante incapaz de guardar una imagen concreta, sólo aquella figura borrosa como una mancha cálida y jubilosa, que lo alza en el aire y lo sostiene entre sus manos. Sin embargo, Tito comprende sin palabras que existe un ser antes que él, el interior de una mujer donde ha sido creado, sabiendo incluso que ha vivido solo y en la calle, en las escaleras de aquel hospital, y a pesar de todo suele encontrarla, siempre hermosa y distinta, repetidas muchas veces en un mismo día, cada vez que una mujer joven entra en la carnicería donde vive y se detiene frente al mostrador. A su forma, primitivamente, Tito les sonríe. A todas esas mujeres que resultan ser una sola, antiquísima. Aunque a veces esto las espante.
El comisario espera de espaldas a que el oficial se retire del despacho, pero el oficial se ha detenido en un gesto indeterminado frente a la puerta, con la mano en alto a punto de tomar el canto de la hoja demorando el movimiento todo lo posible. No quiere irse de ahí, no quiere volver a dejar a Tito a solas con ese hombre. Ahora el comisario gira un poco y con la mirada ensombrecida le reprocha que todavía no se haya ido de una buena vez. El oficial sabe que está por suceder esto que ya está decidido, aunque no sepa con exactitud cómo van a acusar a Tito por el crimen de la señorita Lorena. No tienen pruebas, pero algo van a plantarle. Y al final de la noche el comisario va a matarlo. No lo va a hacer él solo, el oficial estará ahí, de otro modo sería imposible poder hacerlo. Es a esto en realidad a lo que más le teme el oficial, no es la subordinación lo que lo hará cómplice, es esta propia cobardía que lleva dentro, desde niño, el miedo se ha transformado en eso, en un adulto cobarde, el miedo este del que proviene. El oficial lo sabe, esos gritos desesperados de Tito por querer salvarse quedarán dentro de esta comisaria, entre las paredes de esta casa que sigue siendo apenas un rancho viejo. Serán como los gritos de un animal herido, iguales a los suyos cuando de niño le pegaban con furia. Y los seguirá oyendo, días más tarde, noches y noches, los gritos de Tito por más que el oficial se aleje, por más que cruce el puentecito y corra hacia las aguas del arroyo, atravesarán el aire y las ramas caídas de los sauces llorones, irán por entre el monte tupido, entraran por el silencio de la noche, y llegarán hasta donde el oficial tiene su casita, y vive con su mujer. Algún día, muchos años más tarde, lo sabe el oficial y por eso le teme al comisario, oirá reír a ese hijo suyo que todavía no ha nacido, y esa risa le llegará hasta él, tan parecida a esos gritos de Tito en sus últimos segundos.