El oficial, que está sentado en su escritorio, de vez en cuando levanta la mirada de los papeles que tiene enfrente y aprieta los labios por unos segundos cuando se lo queda viendo. No le gusta tenerlo ahí, en su despacho, a cada rato Tito sacude la cabeza como si algo desagradable lo perturbara dentro del sueño. Parece una criatura, piensa el oficial, que no tiene hijos todavía. Y al pensar en esto de tener hijos el miedo a que le salgan como es Tito le genera una cierta sensación desagradable de culpa. Sin embargo, en cuanto termine de hacer los pisos de su casa, que se encuentra no muy lejos de esta comisaria, del otro lado del puente de madera que permite atravesar el arroyo, donde las casas no son casas sino más bien ranchitos de madera con techos de paja junto a los senderos serpenteantes, y que se llenan de penumbra hasta desparecer en cuanto cae la noche, comenzará a acercarse a esa mujer de pelo negro y lacio hasta la cintura con la que vive para tocarla de un modo distinto. Hablan ya, entre los dos y sin palabras, acerca de tener un hijo, con lentas miradas complacientes, entre silencios dulces y apacibles; la mesa queda todavía sin levantar y la cama se entibia, se revuelve, se llena con el olor de la pieza y de esos cuerpos suyos, sudorosos y sensibles, violentos también en su plástica particular. Entre los quehaceres de la casa y los descansos de los turnos en la comisaria el hijo vendrá pronto, sin dudas en cuanto su rancho luzca más parecido a una casa. Su mujer ya suele soñar que está embarazada, se lleva las manos a la panza redonda y enorme, y en su imaginación siente dentro del vientre y sin espantarse la forma alargada de un yacaré. El oficial desea un hijo varón, lo sueña despierto. Sin comprender del todo que ese niño ya ha existido, y resulta irreparable. De todos modos, lo desea. Un niño que lleve los ojos bien negros, algo rasgados, felices y calmos, de la madre.
Pero cuando regresa a la realidad, una sensación de asco se instala dentro de las tripas del oficial, que sabe de las intenciones del comisario. Lo conoce muy bien, ha aprendido a soportar sus órdenes y los métodos que tiene de presentar justicia. En cuanto los habitantes del pueblo se enteren de que tienen a este muchacho aquí detenido ya no importará si se es o no es el autor del crimen. Bastará con hacer correr algunos rumores para que todos esos ojos se vuelvan la mirada del comisario, igual que todas esas manos cargadas de piedras, que serán la mano empuñando su Glock reglamentaria.
La puerta se abre. Es el comisario que la empuja para entrar al despacho del oficial. Al ver que Tito duerme, dice
-Si llaman no estoy, salí a la ruta.
El oficial lo escucha y no responde. Unos segundos después, se incorpora de su silla y se acerca para despertar a Tito, pero el comisario le hace un gesto para que lo deje dormir y salga del despacho. Cuando el oficial se acerca a la puerta para irse, la voz infantil, apagada de Tito, lo detiene.
-Mamm… mma...
Los dos hombres se incomodan, levantan la mirada, observan al muchacho con algo de angustia y de ansiedad, sin ternura. Tito no abre los ojos, murmura algo más y se acomoda en la silla. No recuerda en realidad a su madre, es probable que no la haya conocido nunca; al separarse de ella era todavía un infante incapaz de guardar una imagen concreta, sólo aquella figura borrosa como una mancha cálida y jubilosa, que lo alza en el aire y lo sostiene entre sus manos. Sin embargo, Tito comprende sin palabras que existe un ser antes que él, el interior de una mujer donde ha sido creado, sabiendo incluso que ha vivido solo y en la calle, en las escaleras de aquel hospital, y a pesar de todo suele encontrarla, siempre hermosa y distinta, repetidas muchas veces en un mismo día, cada vez que una mujer joven entra en la carnicería donde vive y se detiene frente al mostrador. A su forma, primitivamente, Tito les sonríe. A todas esas mujeres que resultan ser una sola, antiquísima. Aunque a veces esto las espante.