El comisario espera de espaldas a que el oficial se retire del despacho, pero el oficial se ha detenido en un gesto indeterminado frente a la puerta, con la mano en alto a punto de tomar el canto de la hoja demorando el movimiento todo lo posible. No quiere irse de ahí, no quiere volver a dejar a Tito a solas con ese hombre. Ahora el comisario gira un poco y con la mirada ensombrecida le reprocha que todavía no se haya ido de una buena vez. El oficial sabe que está por suceder esto que ya está decidido, aunque no sepa con exactitud cómo van a acusar a Tito por el crimen de la señorita Lorena. No tienen pruebas, pero algo van a plantarle. Y al final de la noche el comisario va a matarlo. No lo va a hacer él solo, el oficial estará ahí, de otro modo sería imposible poder hacerlo. Es a esto en realidad a lo que más le teme el oficial, no es la subordinación lo que lo hará cómplice, es esta propia cobardía que lleva dentro, desde niño, el miedo se ha transformado en eso, en un adulto cobarde, el miedo este del que proviene. El oficial lo sabe, esos gritos desesperados de Tito por querer salvarse quedarán dentro de esta comisaria, entre las paredes de esta casa que sigue siendo apenas un rancho viejo. Serán como los gritos de un animal herido, iguales a los suyos cuando de niño le pegaban con furia. Y los seguirá oyendo, días más tarde, noches y noches, los gritos de Tito por más que el oficial se aleje, por más que cruce el puentecito y corra hacia las aguas del arroyo, atravesarán el aire y las ramas caídas de los sauces llorones, irán por entre el monte tupido, entraran por el silencio de la noche, y llegarán hasta donde el oficial tiene su casita, y vive con su mujer. Algún día, muchos años más tarde, lo sabe el oficial y por eso le teme al comisario, oirá reír a ese hijo suyo que todavía no ha nacido, y esa risa le llegará hasta él, tan parecida a esos gritos de Tito en sus últimos segundos.
Antes de que el oficial se retire de aquel despacho y deje al comisario a solas con Tito, el comisario cambia de idea, y cuando el oficial abre la puerta para salir de ahí escucha que le dicen
-Esperá… se está despertando.
Y al cabo de unos segundos, como si eso que se le acabara de ocurrir terminara por convencerlo, agrega:
-Llévalo a mi oficina, mejor. Dale café o algo que tengamos.
Y haciendo más duro su tono de voz agrega.
-Debe estar muerto de hambre.
El oficial da media vuelta, el comisario pasa junto a él y aprovecha la puerta entornada y sale. Tito lo mira irse, no dice nada, luego mira al oficial que se para a su lado. El oficial apoya las manos sobre su escritorio, y cuando nota que el comisario ya ha abandonado la habitación respira con fuerza por la nariz, con ese gesto automático que ha adquirido no sabe cuándo, cada vez que tiene ganas de mandar a su superior a la mierda. Es un impulso que lo asalta a veces, aunque ya sabe cómo reprimirlo, cierra por un segundo los ojos y espera, aunque una mueca le deforma el rostro y lo delata.
-A ver, dame las manos, dice el oficial.
Tito se retuerce un poco en la silla porque no quiere que vuelvan a ponerle las esposas, pero de todas formas estira los brazos y junta las muñecas en el aire.
Al oficial le molesta que Tito se comporte así, tan dócil. Que todo esto transcurra como si fuese un trámite. Tiene ganas de darle un cachetazo él también, para que se enoje y que proteste, que haga ruido al menos. Tito lo mira y casi que le sonríe. El oficial decide que no es necesario llevarlo esposado a la oficina del comisario, si este muchacho ni siquiera se atreve a levantarse de la silla sin que se lo ordenen. Algo hace que se quede viendo la ventana con tanta atención, hasta que Tito también dirige su mirada hacia ahí. El oficial quisiera que Tito se animara a dar un salto para que raje por esa ventana que ha quedado abierta tal vez a propósito. De hacerlo no le daría tiempo a nada, su arma está en el primer cajón del escritorio, hasta que la tome Tito ya se habrá alejado. En cuanto se escurra en el monte no podrán encontrarlo. A todo esto, el comisario espera en su oficina sentado en su escritorio. Si el oficial va a permitirle escapar tiene que ser ahora. Sentado en la silla, Tito mira la ventana sin mover un solo músculo, sus ojos se quedan en ese cielo ennegrecido, con la cara en alto, los ojos fijos en ese rectángulo de noche por donde se ve la fronda de un álamo quieto contra el manto oscuro y sin estrellas. Su mirada le hace pensar al oficial en las vacas detrás de los alambrados cuando ven venir al peón que las arrea. Tiene esa misma expresión estúpida, piensa el oficial. La mano de Tito apoyada sobre su pierna se mueve lentamente en el aire, mientas el oficial mira la ventana y piensa, sin cambiar de postura la mano de Tito busca a ciegas la del oficial, que se ha quedado parado junto a su escritorio ensimismado, y en este movimiento infantil los dedos de Tito se abren para tomar los dedos del oficial. El hombre se sorprende al contacto, regresa de inmediato a la realidad de esta habitación, y luego se avergüenza de sí mismo cuando se suelta con violencia.
-¿Acá tampoco se ve nada de noche? pregunta Tito sin dejar de ver por la ventana.
El oficial no sabe a qué se refiere. Tito piensa en eso que lo visita a veces en el sótano de la carnicería. La cosa que baja en silencio por las escaleras, que se le acuesta a su lado, que le respira cerca de la boca.