El Poder de los Orígenes

Capítulo III

Perien me condujo hasta el sector izquierdo del mal iluminado depósito, donde nos esperaban tres pilones de cajas cargadas con botellas de agua potable y líquidos alternativos. Los pilones eran casi de mi estatura. No era mucho, pero en pedidos, hacía la diferencia: un pedido tres veces mayor al de cualquier otro día. Y las direcciones de entrega no estaban necesariamente cerca. Esto iba a costar trabajo, incluso con Perien ayudándome.

Tomamos dos carros, de los más grandes, y repartimos el pedido. Habían quedado tan llenos que tuvimos que pedir ayuda a otro par de repartidores para sacarlos por la puerta del depósito. Y si eso había costado, había sido casi imposible hacerlos entrar en el elevador: no habíamos podido hacerlas pasar por la puerta. Tuvimos que bajar las cajas superiores y colocarlas en el piso del elevador, mientras sosteníamos la puerta para que no se cerrara y vigilábamos que nada le pasara al resto de las órdenes. Había sido todo un espectáculo.

Una vez dentro del ascensor, bendije a Era por no sufrir de claustrofobia. Entre el gigantesco carro de hierro oxidado y las cajas que habían quedado en el suelo del elevador, casi no tenía lugar para mí. Había ido hasta la planta baja aplastada contra la pared. Y eso que soy pequeña. Luego, por supuesto, los malabares que había tenido que hacer para sacar todo – y más estando yo sola; sólo voy a mencionar que una vez más estuve a punto de derramar el agua al caérseme una caja en la punta de un pie. Tuve que controlarme, pero si hubiera estado sola, creo que un par de maldiciones habrían salido de mis labios. Por el dolor, y por otra cosa.

Recién luego de eso bajó Perien. Él sí que no entraba entre las cajas: había tenido que sostener una orden en brazos para entrar en el elevador. Se veía tan gracioso tratando de salir sin tirar nada, siempre mordía su labio superior cuando estaba concentrado en algo. Automáticamente me olvidé del episodio de la caja.

Consulté los números en mi muñeca cuando al fin nos dispusimos a caminar: ya hacía más de una hora que había comenzado la jornada. Si no nos dábamos prisa, no llegaríamos a repartir tantas cosas. Tendríamos que trabajar duro y parejo, sin descansos.

Bueno, no era nada que no hubiéramos hecho nunca, de cualquier modo.

-Oye, Per. ¿Recuerdas alguna vez haber tenido que entregar un pedido tan grande?

-¿Tan grande? –replicó Perien, sorprendido –. Esto ni siquiera es grande, mi pequeña compañera. Había días, cuando comencé a trabajar aquí, en que repartía encargos de este tamaño. Y sin compañero. Claro, me veían, un imp joven y energético... No los culpo – dijo Perien alardeando, con sus ojos cerrados y su sonrisa de costado nuevamente. Estaba intentando hacerme reír, como de costumbre. Y, como siempre, lo lograba.

-Ay, ay. No cambiarás nunca, ¿o sí? –reí como pude. Este carro sí que pesaba-. Joven y energético, ¿eh? ¿Y qué pasó con todo eso?

-Bueno... cuando creces, algunas cosas cambian.

-Déjalo ya... ¿Cuántos años tienes? ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro?

-Treinta. Casi treinta y uno.

-¿Es en serio? Vaya, no lo parece.

-Te he tenido engañada todo este tiempo –rio Perien malévolamente- ¿Ves? Sí que parecía un joven vital y energético. Incluso ahora lo parezco – agregó, sosteniendo su carro con una sola mano y haciendo músculo con el brazo libre como todo un torpe.

No pude contenerme y solté una carcajada. No podía creer lo torpe que podía llegar a ser cuando quería. Menos cada vez que recordaba la primera impresión que había tenido de él: la primera vez que lo había visto, hacía ya cinco años, había pensado que era un imp demasiado serio para su edad. Con sus tupidas cejas y su mirada profunda, clavada en las instrucciones que le daba el señor McFlair. Lo saludaba muy formalmente cada vez que nos cruzábamos en los pasillos, o cuando lo veía en algún lugar de la ciudad por casualidad. Incluso los primeros días trabajando juntos como equipo habían sido un poco difíciles. Pero luego de aquella vez en que cayó dentro de un pozo lleno de enormes murciavispas por no mirar dónde apoyaba los pies, ya no había habido barreras entre nosotros. Había salido corriendo del pozo, como propulsado por un enorme viento invisible, gritando como si no hubiera un mañana de lo asustado que estaba. Corrió dos cuadras antes de comenzar a calmarse. ¡Tuve que salir disparada como un rayo detrás de él, empujando el carro de entregas lleno al tope, para no perderlo de vista! Fue todo un espectáculo. Los transeúntes se nos habían quedado mirando: algunos reían, otros disimularon y se fueron. ¡Ja! ¡Había sido tan gracioso! ¡La cara de susto que tenía, cuando al fin lo vi de frente! La opinión que tenía de Perien había cambiado enseguida. Después de todo, todos sabíamos que las murciavispas no toleraban la luz, así que era imposible que lo persiguieran una vez fuera del pozo. Cuando se lo dije, su cara se puso bordó, y mencionó algo sobre un "miedo irracional", esquivándome la mirada de la vergüenza. Me había reído tanto que el estómago y las mejillas me dolían, y el hielo se había roto todo de una vez. La anécdota nos había hecho reír durante toda la jornada, e incluso hoy por hoy moríamos de risa cada vez que lo recordábamos. Esa fue la primera vez que reímos juntos. Luego de eso, Perien se convirtió poco a poco en todo un bromista innato. Y hoy, era el único que sabía cómo hacerme reír cuando lo necesitaba.

Hicimos sonar el timbre de la primera casa. La puerta se abrió casi de inmediato, como siempre - la gente esperaba ansiosa la entrega de cada día. La señora O'Higgins apareció detrás, con su usual gabán largo color rosado tenue.

-¡Buenos días, señora O'Higgins! –recitó Perien al verla.

-Hola, queridos –dijo con cariño la señora. Después de todo, ya nos conocía- ¡Qué temprano han llegado hoy!

-¡Sí! Es la primera a la que visitamos esta jornada –dejó salir Perien riendo, mostrando su costado encantador.




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