– Connor, eso no es gracioso –expresó uno de los invitados.
– ¿A qué te refieres, Collins? –Collins se inclinó hacia delante y habló en voz fuerte.
– Pues todos sabemos que no vas a pasarnos el control de tu compañía y tus posesiones.
Connor le clavó la mirada y argumentó a su acusación:
– Si he dicho que lo voy a hacer, es porque lo voy a hacer. ¿Acaso he mentido en las otras ocasiones, cuando entregué un Ferrari del año, o cuando regalé un crucero todo pago a las Bahamas por un año, o cuando obsequié las llaves de una propiedad en Beverly Hills? ¡Nunca he mentido y si afirmo que ese es el premio es porque es así!
Nadie se atrevía contradecirlo, pero todos pensábamos lo mismo.
– Esta vez es diferente –insistió Collins–. No puedes darnos el control de tu compañía, eso es ilógico.
– ¿Ilógico dices…? –Collins no respondió–. Ilógico es creer que estoy fingiendo. Si lo dije es porque pienso cumplirlo.
Gordon, otro de los convidados, se levantó de la silla.
– No pienso participar en esta insensatez –su mirada denotaba enojo en demasía. Se apartó de la mesa y caminó hacia la salida, pero uno de los vigilantes se colocó justo delante de la puerta, impidiéndole marcharse.
– Gordon, por favor, acompáñanos –dijo Connor indicándole con un gesto de la mano que regresara a su asiento.
– ¿Qué ocurre, Connor?, ¿acaso nos estás secuestrando?
– No, Gordon, para nada… Sólo te pido que regreses a tu silla. Participa al menos en la primera ronda.
– Está bien –aceptó luego de pensarlo un momento–, pero me iré en cuanto pierda.
– Me parece bien –enunció Connor.
Todos permanecimos en sigilo, sin que nadie fuese capaz de pronunciar una palabra. La verdad es que ninguno de nosotros se hacía a la idea de que quien ganase iba a quedar con el control total de todo lo que Connor poseía, incluyendo United Bronx S.A., la industria de tecnología más importante del planeta.
– Entonces…, ¿no deberíamos comenzar ya? –Richard rompió el silencio.
Casi nadie dialogó durante la repartición de las cartas. Apenas algunos murmullos rompían la circunspección total en aquella amenazadora estancia, la cual se había convertido en un lugar tan lóbrego y siniestro que era sólo comparable a un funeral a medianoche en el cementerio.
Clyde colocó los naipes respectivos en el espacio de cada uno de nosotros, aunque aún intentábamos asimilar las promesas de Connor.
– Travis –me susurró al oído mi camarada Ben–, ¿crees que Connor en serio va a pasar al ganador todo de lo que es dueño?
– No lo sé –contesté–, pero algo me parece muy extraño en todo esto, y creo que no soy el único con ese presentimiento.
Clyde colocó, al igual que lo había hecho en todos los campos, una carta boca arriba y otra boca abajo en el campo de Connor, y comenzó el verdadero «juego».
–Clyde, pasa por cada campo para que todos tomen los naipes que requieren –justo en ese momento, una tenue garúa comenzó a descender sobre el techo de la mansión.
Cada uno de nosotros fue tomando los cartones, según el orden correspondiente, desde la izquierda de Connor hasta su derecha, intentando no sobrepasar la cifra total de 21. Todo transcurrió en quietud, con una preocupante y extraña normalidad, hasta que llegó el turno de Gordon.
Gordon asió una carta, la observó y luego plantó los ojos en las suyas.
– Otra más –Clyde le pasó otra y, ante la vista de todos, Gordon se pasó del 21–. Bueno, me he excedido, ¿y ahora qué?, ¿ya puedo retirarme?
Connor se tornó hacia Gordon, y luego hacia el mayordomo que se encontraba detrás de él. Realizó un ademán, moviendo sus dedos índice y medio, indicándole algo al mozo. El maestresala se acercó a Gordon por la espalda, sacando una pistola de su bolsillo, y, acto seguido, apuntó hacia la cabeza de Gordon y disparó.
Editado: 31.10.2018