El dolor explotó en mis costillas cuando el golpe me tumbó al suelo. Todo mi cuerpo se encendió en una tormenta de agonía, y el aire se me escapó de los pulmones en un jadeo. ¿Cómo pude bajar la guardia así? Me regañé mientras me obligaba a ponerme de pie, apoyándome en la pared del laboratorio. Frente a mí estaba esa abominación, un experimento fallido que nunca debería haber existido. En lugar de un bebé humano, había creado una criatura grotesca, deforme y descomunal. Torpe, sí, pero con una fuerza que no correspondía a su tamaño.
Mi mirada se deslizó al tubo de metal a mi lado. Lo alcancé con una mano temblorosa y me enderecé, sintiendo cómo cada músculo protestaba. El cansancio se apoderaba de mí, pero no podía permitirme ceder ahora. No estaba hecho para pelear, lo sabía; mi lugar era detrás de un microscopio, no en el campo de batalla, pero la situación no me dejaba opción.
La bestia cargó de nuevo, y giré con torpeza, apenas esquivando su embate. Levanté el tubo y golpeé su costado con todas mis fuerzas. El impacto resonó en el laboratorio, pero apenas la hizo tambalear. Gruñó y volvió a arremeter. Mis movimientos se hacían más lentos, y cada golpe exigía más de mí. El sudor me corría por la frente, nublando mi visión, pero no podía rendirme. Después de lo que parecieron horas, conseguí derribarla. Respiré profundamente, jadeando mientras la arrastraba hacia una celda de contención.
Con un chasquido metálico, cerré la puerta tras ella, dejándola junto a los otros fracasos. Me apoyé contra la pared, dejando caer el tubo de metal al suelo. Mis manos temblaban. No sabía si era por el esfuerzo o por el frío que se había apoderado de mí.
La puerta del laboratorio se abrió, y Yuri entró con su característico andar decidido. Era casi un alivio verla; su figura esbelta y su piel blanquecina siempre parecían fuera de lugar en este ambiente estéril, como un personaje de un cuadro antiguo que cobraba vida.
—¿Otra vez peleando con tus hijos problemáticos, Dr. Frost? —comentó con su típico sarcasmo, mientras se acercaba con el botiquín de primeros auxilios en la mano.
—Este fue un poco más problemático que los anteriores —respondí, dejándome caer en una silla cercana. Sentí un pinchazo en el costado y un sabor metálico en la boca.
Yuri se arrodilló frente a mí y comenzó a examinarme con la misma eficiencia de siempre. Al limpiar una contusión en mi brazo con antiséptico, me hizo una mueca.
—Deberías dejar estas cosas al equipo de seguridad. No estás entrenado para esto, Liam. —Sus ojos rojos se encontraron con los míos por un momento, con una mezcla de reproche y preocupación que casi me hizo sentir culpable.
—Lo sé —murmuré—, pero no puedo dejar que sigan destruyendo el laboratorio.
—¿Y qué harás cuando uno de estos monstruos realmente te mate? —Su voz se endureció.
Me encogí de hombros, o lo intenté; el dolor me limitó el movimiento. El silencio cayó entre nosotros, interrumpido solo por el sonido de la venda deslizándose por mi piel. Sabía que ella pensaba que estaba loco, y tal vez tenía razón. Pero yo no podía detenerme. No cuando estaba tan cerca, o al menos eso quería creer.
Después de que Yuri terminó de vendar mis heridas, se levantó con su acostumbrada eficiencia.
—Por cierto, hay alguien esperándote para una entrevista. —Su tono era casi despreocupado, pero sabía que había cierta urgencia en sus palabras. Siempre me hacía estas cosas, me mantenía en línea incluso cuando yo quería desviarme.
—¿Ahora? —Solté un suspiro, más de resignación que de sorpresa. Cambié mi bata ensangrentada por una limpia y me arreglé lo mejor que pude. No podía presentarme así ante una posible nueva asistente, por muy irrelevante que me pareciera el momento.
Me dirigí a la sala de entrevistas, donde me encontré con una mujer sentada con la espalda recta y las manos cruzadas sobre su regazo. Su cabello negro estaba recogido en una coleta alta, y sus ojos grises parecían observarlo todo con una calma casi inquietante. Llevaba una blusa blanca sencilla y un pantalón oscuro, una combinación casual-formal que, de alguna manera, destacaba.
—Lamento la demora. —Dije mientras me sentaba frente a ella. Me obligué a mostrar una expresión neutra, aunque el dolor residual en mi costado me recordaba lo que acababa de ocurrir.
—No hay problema —respondió ella, con voz tranquila y firme. Había algo en su mirada que me hizo sentir como si, a pesar de mi puesto, ella tuviera la misma autoridad en la sala.
—Bien. —Aclaré mi garganta. —Empecemos. ¿Cuál es su nombre y por qué quiere trabajar aquí?
—Emily. Tengo 24 años y me gustaría trabajar aquí para apoyar financieramente a mi hermana mayor y a su esposo. Están atravesando dificultades económicas y quiero ayudarles. Además, tengo interés en la investigación científica, especialmente en proyectos innovadores como los suyos.
Asentí lentamente, observándola con más detalle. Había algo en su manera de hablar que desprendía una combinación de control y misterio. Decidí ponerla a prueba desde el principio.
—Curioso, ¿no cree? —Dije, cruzando los brazos—. El trabajo en un laboratorio exige cierto grado de formalidad y rigor, pero usted… —mi mirada recorrió su atuendo de manera intencionada— parece más lista para una salida casual que para manipular equipos delicados.
Ella no se inmutó, ni siquiera pestañeo.
—Si mi apariencia es suficiente para que descarte mi capacidad profesional, eso habla más de usted que de mí. —Su respuesta fue directa, cortante, pero no agresiva.
Me sorprendí un poco, aunque no dejé que se notara en mi rostro. Decidí subir el tono.
—¿Qué haría si tuviera que enfrentarse a una situación de emergencia en el laboratorio? Supongamos, por ejemplo, que un experimento sale mal y hay riesgo de una contaminación.
—Seguiría el protocolo de seguridad al pie de la letra para contener la situación. —Contestó, su voz tan firme como al principio—. Aseguraría la integridad del personal y el aislamiento del área afectada. Y si la situación lo exigiera, no dudaría en utilizar medidas más drásticas para proteger el proyecto.
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Editado: 10.11.2024