El Precio De La Perfección

Anomalía Productiva

Me senté lentamente en la silla, sintiendoel cuero frío a través de la camisa, la espalda rígida por el sueño en mala postura y la tensión acumulada. El día anterior se sentía como un eco persistente en el aire: el golpe sordo retumbando desde las profundidades, la actitud de Yuri, esa vibración casi imperceptible que aún parecía erizar la piel de mis brazos. Todo ello pesaba sobre mí como un manto invisible, más denso de lo que estaba dispuesto a admitir.

Pasé una mano por mi cabello, un gesto inútil que solo consiguió desordenarlo más, y encendí la terminal. El monitor cobró vida, inundando la pantalla con el torrente habitual de notificaciones: recordatorios de informes atrasados, solicitudes de avances que aún no existían, mensajes triviales de empleados buscando aprobación o quejándose del café.

Deslicé la mirada sobre ellos, ignorándolos. Mi prioridad era otra, una inquietud que latía bajo la superficie. Con dedos tensos, abrí una conexión segura a los registros del área de contención, mi atención clavada en los parámetros de la celda C-07.

Lecturas de estabilidad: normales. Sensores de presión: sin alteraciones. Lecturas de estabilidad: normales. Sensores de presión: sin alteraciones. Los registros de las últimas horas mostraban una calma inducida por el gas, pero la pregunta seguía flotando: ¿qué lo había provocado?

Sacudí la cabeza, echando de menos el zumbido monótono de mi oficina sobre el eco de C-07. Era hora de mirar al "nuevo proyecto", la excusa que había preparado para involucrar a Emily.

Abrí la carpeta virtual correspondiente: un laberinto de datos teóricos, simulaciones complejas, proyecciones optimistas. Todo diseñado para simular un avance genuino, modificando los informes reales y ajustando cifras.

Deslicé el cursor sobre los archivos, repasando las últimas "simulaciones" con una familiaridad mecánica. Hasta que algo captó mi atención. Una línea en un gráfico que no encajaba. Un valor predictivo que se desviaba de manera inusual.

Fruncí el ceño, ampliando la sección de resultados. Había una discrepancia. Sutil, sí. Probablemente pasaría desapercibida para la mayoría. Pero presente. Una desviación entre dos conjuntos de datos que, según el modelo teórico, deberían haber convergido de manera mucho más ajustada. Al comparar la proyección con la base teórica que yo mismo había elaborado para justificar el proyecto ante ella, el desfase era innegable.

No parecía un error garrafal, no algo que saltara a la vista de inmediato como las grietas en la pared de una celda. Pero estaba ahí. Una pequeña falla en el tejido cuidadosamente hilado de mi narrativa, esperando a ser descubierta por un ojo lo suficientemente agudo. Un ojo como el suyo.

¿Cómo se me había pasado esto? Volví sobre las cifras, verificando los cálculos, buscando un simple error de transcripción, una coma mal puesta. Pero no. La inconsistencia era más profunda, una falla lógica en cómo los datos proyectados se desviaban de las premisas teóricas establecidas para este supuesto nuevo proyecto.

Apoyé los codos sobre el escritorio frío y hundí la cara entre las manos por un instante, el calor de la frustración picando en mis palmas. No era catastrófico, no aún. Pero era un hilo suelto en mi tapiz de mentiras.

Respiré hondo, una, dos veces. Necesitaba arreglarlo. Corregir la discrepancia, asegurarme de que la fachada fuera impecable.

O…

Una idea diferente empezó a tomar forma, desplazando la ansiedad inicial con un toque de maquiavélica conveniencia. Podía usarlo. Esta pequeña falla, esta inconsistencia… podía ser la herramienta perfecta. Una razón impecablemente profesional, absolutamente lógica, para involucrarla una vez más.

Levanté la cabeza, la tensión en mis hombros aliviándose ligeramente mientras la estrategia se desplegaba en mi mente con fría claridad. Una revisión cruzada. No solo validaría la "necesidad" de involucrarla en el "nuevo proyecto", sino que también me quitaría el peso de revisar esa inconsistencia yo solo.

Más importante aún, si ella ayudaba a resolverlo, se sentiría parte del proyecto, confiada en su validez. Después de todo, ¿quién no confiaría en algo que ayudo a corregir y analizo personalmente? Bueno, tal vez yo, que sabía la verdad, pero definitivamente ella sí lo haría. Sería una pieza más de su inversión en la narrativa.

Me apresuré a imprimir los datos relevantes, organicé algunas notas adicionales que reforzaban la ilusión de un problema genuino y complejo, y guardé todo en una carpeta de proyectos nueva. Me levanté de la silla, alisando innecesariamente las arrugas de mi camisa, la decisión tomada.

Al salir de mi oficina, el pasillo me recibió con su silencio habitual, apenas roto por el zumbido de los fluorescentes y el eco lejano de alguna máquina en funcionamiento. El aire olía a café quemado y a la leve carga estática de los equipos. Giré hacia el área de trabajo principal, la carpeta con los datos impresos bajo el brazo.

Pasé junto a una de las salas de descanso. Por el ventanal, vi a uno de los asistentes más jóvenes del equipo, desplomado sobre una mesa, la cabeza apoyada en los brazos cruzados, un informe abierto olvidado a su lado. Su respiración tranquila empañaba el cristal. No era una imagen inusual últimamente; la presión empezaba a hacer mella incluso en los recién llegados. Seguí mi camino sin detenerme.

No tardé en encontrar a Emily. Estaba en su puesto, como siempre, una isla de orden metódico en medio del flujo constante del laboratorio. La observé un instante desde el umbral: la postura erguida, la concentración absoluta en la pantalla frente a ella, la forma precisa en que sus dedos se movían sobre el teclado.

Toqué suavemente el marco de la puerta con los nudillos, un sonido seco que cortó el murmullo ambiental.

Emily levantó la vista de inmediato, sus ojos grises encontrando los míos sin sorpresa. Hubo una pausa mínima, una evaluación silenciosa, antes de que inclinara levemente la cabeza, un gesto que interpreté como permiso para acercarme.




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