El precio del engaño

Capítulo II. En rodeo ajeno

—¿Y cómo te fue con tu galán? —preguntó Irina guiñándole un ojo.

—Ni me hables de ese desgraciado.

—¿Tan mal estuvo?

—Me cerró la puerta en la cara —contestó masticando bronca, con la yugular a punto de explotarle—; y no una, sino dos veces.

—Por lo visto sí se acordaba de ti.

—Pero es un inmaduro —reviró—; ¿cómo puede alguien obrar en base a cuestiones que sucedieron hace décadas?

—Te dije que le pidieras perdón.

—¡Lo hice! —exclamó—. Incluso me rebajé hasta el extremo de suplicarle, pero solo me miró con su mejor sonrisa burlona y dio un portazo.

—¿Y ahora qué harás?

—No lo sé, estoy arruinada.

—Debemos pensar en algo urgente.

—¿Quién piensa que es para hablarme de ese modo? —se quejó—.  No, eso no quedará así, regresaré a esa pocilga que tiene por casa y le diré unas cuantas verdades, le haré saber que todavía no nació quien pueda negarse a una proposición de Silvana Ruarte.

—Guau…

—¿Eso qué significa?

—Te conozco hace más de 15  años y nunca te había visto de esta manera.

—Porque nunca me habían faltado el respeto de un modo tan descarado —se excusó.

—No estoy hablando de eso.

—¿Entonces? —preguntó frunciendo el ceño.

—¿Te gusta de verdad, cierto?

—Por lo visto comenzó la hora de decir pavadas.

—Es muy atractivo, no tienes que avergonzarte.

—¿Cómo podría gustarme ese ser despreciable, engreído, maleducado, rencoroso, altanero y charlatán? —despotricó vehemente.

—No lo sé, yo me lo imagino rodeado de niños pequeños, con su estetoscopio…

—¿Tienes alguna clase de fantasía reprimida con el estetoscopio? Ayer también lo mencionaste; pareces una maniática.

—¿Te imaginas tener bebés con él? —fantaseó con una sonrisa dibujada en el rostro—. Ni siquiera tendrías que trasladarte toda vez que el pequeño tuviera una dolencia; tienes al doctor en casa.

—¿De verdad estás pensando esas cosas?

—Y tú también deberías.

—Jamás tendría un bebé con un sujeto como ese; además, por si lo olvidaste, no estoy buscando un novio real, alguien con quien formar una familia, sino que lo necesito para fingir delante de esas bravuconas indeseables.

—El reloj está corriendo y se agotan las opciones.

—Te agradezco por decir lo obvio.

—Debes insistir con Bruno —aconsejó.

—¿Acaso no escuchaste nada de lo que te dije?

—Lo detestas, no te cae bien, pero sigue siendo el mejor partido para ti.

—Aunque pudiera guardar mi orgullo en el bolsillo, él dejó más que claro que no iría conmigo ni a la puerta; me odia, me tiene aversión —lamentó impotente.

—Tonterías.

—Debiste verle los ojos anoche; parecía que iba a comerme.

—No es para menos, eres hermosa.

—No en ese sentido —retrucó—; me aborrece desde lo más profundo de su ser. Es más, estoy segura de que si pudiera, haría alianza con mis enemigas para terminar de hundirme en el fango de la desdicha.

—¿Pero qué cosas le hiciste a ese chico en la secundaria? —indagó curiosa.

—El punto es que no podré convencerlo.

—Sí, bueno, había olvidado que eras una cobarde.

—¿Disculpa?

—¿Desde cuándo te rindes ante la primera negativa? —presionó.

—Nadie me había dicho que no en toda mi vida —contestó—. Bueno, a excepción del idiota de Jorge cuando me cambió por la otra muñequita de plástico innombrable.

—Por eso no puedes darte el lujo de dejar escapar a Bruno.

—¿Y qué quieres que haga, que le ponga un revólver en la cabeza?

—Haz lo que sea necesario —enfatizó.

—Le ofrecí dinero y me cerró la puerta en la cara.

—Entonces no vayas a su casa, donde él tiene completo control.

—¿Qué sugieres?

—Debes sacarlo de su sitio de confort, acorralarlo, presionarlo hasta que te escuche.

—Y cómo se supone que haré semejante cosa —dijo tomándose la cabeza, a punto de perder el control.

—Ve al hospital.

—¿A qué hospital?

—¡A su trabajo! —vociferó—. Preséntate de sopetón y dile a los de seguridad, a las recepcionistas, a sus compañeros de piso y, de ser posible, a la sala directiva, que eres su novia y necesitas imperiosamente hablar con él.

—¿Te volviste loca?

—Veremos ahí si continúa evitándote.




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