El Príncipe de la Luna Azul.

El Encuentro Mágico

La noche siguiente, Aelar volvió a salir solo. Había algo en el aire que no podía ignorar, un susurro constante que parecía llamarlo desde más allá de los jardines del palacio. Caminó por el mismo sendero, esta vez sin compañía, guiado por una mezcla de intuición y deseo.

El bosque al que llegó no era muy denso, pero estaba vivo. Las hojas susurraban secretos al viento, y las luciérnagas flotaban entre los troncos como pequeñas constelaciones errantes. Aelar se adentró lentamente, sintiendo que cada paso lo acercaba a algo que no sabía nombrar.

Y entonces, la oyó.

Una melodía.

No era el canto de un pájaro ni el rumor del viento. Era una flauta. Su sonido era cristalino, delicado, como si el alma del bosque se hubiera convertido en música. Provenía de un claro, más adelante.

Aelar se detuvo un momento. Su corazón latía con fuerza. No por miedo, sino por una emoción inesperada, como si estuviera a punto de presenciar algo sagrado.

Avanzó en silencio hasta que los árboles se abrieron y lo vio.

Allí, en el centro del claro, una joven tocaba una flauta de cristal. Sentada sobre una roca cubierta de musgo, tenía los ojos cerrados y el rostro bañado por la luz azul de la luna. Su cabello era largo, casi blanco, y parecía danzar con el viento. Su vestido fluía como agua, y su presencia no parecía del todo terrenal.

Aelar no se atrevió a hablar. Solo la observó, hechizado.

La melodía cesó de pronto, y la joven abrió los ojos. Eran azules, pero no de un azul común: eran del mismo tono que la luna. Ella lo miró, como si ya supiera que estaba allí.

—No deberías estar aquí —dijo ella, con voz tranquila, sin sorpresa ni temor.

—Lo sé —respondió Aelar, sin moverse—. Pero la música… me trajo.

Ella bajó la flauta lentamente.

—No todos pueden escucharla. Solo aquellos que… sienten con el alma.

Aelar se acercó un poco, manteniendo el respeto que instintivamente sentía por ella.

—¿Quién eres?

La joven lo miró con suavidad.

—Mi nombre es Selene.

—Yo soy Aelar —dijo él, como si sus títulos no tuvieran importancia en ese momento.

—Lo sé.

Él frunció ligeramente el ceño.

—¿Cómo?

Ella sonrió apenas.

—Porque tú también perteneces a la noche. Lo vi en tus ojos antes de que hablaras.

Hubo un silencio breve, como si el bosque mismo contuviera el aliento.

—Tu música… —empezó a decir Aelar— Es diferente a todo lo que he oído. Me hizo sentir… como si todo estuviera vivo. Como si yo lo estuviera más que nunca.

—Es porque todo lo que toco nace de la luna —dijo Selene—. Y esta luna solo canta cuando hay alguien dispuesto a escuchar.

Aelar la observó como quien contempla algo que no quiere olvidar jamás.

—¿Vendrás mañana?

Selene no respondió de inmediato. Sus ojos se elevaron al cielo por un instante.

—Si la luna azul vuelve a brillar… estaré aquí.

Y entonces, sin más palabras, Selene llevó la flauta a sus labios y comenzó a tocar de nuevo. Aelar se sentó sobre una piedra cercana, sin hacer ruido, dejando que la música lo envolviera como una promesa.

Esa noche, bajo la luna azul, el príncipe encontró algo que ni los libros ni los salones del palacio le habían dado jamás: el comienzo de un amor que aún no conocía su nombre.




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