Durante el día, Aelar no logró concentrarse en nada. Ni los asuntos del consejo, ni las visitas diplomáticas, ni siquiera los jardines que tanto amaba. Todo lo que su mente evocaba era la melodía etérea que Selene había tocado la noche anterior. Una parte de él aún la escuchaba, como si flotara entre los pensamientos, delicada y constante.
Esa noche, sin decir nada a nadie, volvió al claro del bosque.
El mismo camino, los mismos árboles susurrantes, pero ahora había algo distinto. El cielo parecía más despejado, como si la luna se hubiera asegurado de tener el mejor escenario para brillar. Cuando Aelar llegó, Selene ya estaba allí, de pie junto al arroyo que corría a un lado del claro.
Ella no tocaba la flauta esta vez. Estaba descalza, moviendo lentamente los dedos sobre la superficie del agua, como si conversara con ella.
—Volviste —dijo sin girarse.
—No habría podido quedarme lejos —respondió Aelar, aproximándose.
Selene se volvió entonces y lo miró. Sonrió, suave, como la noche misma.
—¿Sabes lo que escuchaste anoche?
—No con palabras —admitió él—. Pero lo sentí. Como si el tiempo se detuviera… o se alargara, no sé. Era… como si el alma se despertara.
Selene se sentó en una roca, con la flauta sobre su regazo.
—Lo que toco no es solo música. Es un eco. Un reflejo de lo que está vivo, pero oculto. El viento lo recoge, los árboles lo guardan, y la luna lo devuelve cada noche. Pero solo a quienes saben escuchar.
—¿Y qué era lo que escuché?
Ella lo observó con atención.
—Soledad… y deseo. Pero no deseo de poder ni de gloria. Deseo de algo más suave, más profundo. Como si buscaras algo que ni tú sabes nombrar.
Aelar se sentó frente a ella, y por primera vez en mucho tiempo, bajó la guardia.
—He tenido todo lo que un príncipe podría pedir. Y aun así, hay un espacio dentro de mí que el palacio no llena, que los libros no calman. Es como si estuviera incompleto, esperando algo… o alguien.
Selene bajó la mirada.
—La luna me muestra los corazones que sienten así. Por eso toco cada noche, esperando que uno de ellos me escuche.
Aelar sintió un estremecimiento leve. Había algo en sus palabras que lo conmovía sin explicación. Como si una historia que no conocía estuviera desarrollándose en silencio.
—¿Tocas para mí, ahora?
Ella levantó la flauta y lo miró.
—Toco contigo.
Y entonces, comenzó la melodía.
Era distinta a la de la noche anterior. Más íntima, más cálida. Una música que no buscaba llenar el bosque, sino el corazón de quien la escuchaba. Aelar cerró los ojos. No pensaba, no hablaba. Solo sentía.
Al terminar, Selene no dijo nada. Tampoco lo hizo él.
Simplemente se miraron, mientras el arroyo seguía corriendo y la luna azul se reflejaba en sus pupilas.
Y así, sin grandes gestos ni promesas, algo suave y poderoso comenzó a crecer entre ellos.
Algo que aún no se llamaba amor, pero ya era imposible de ignorar.