El siguiente día pareció eterno para el príncipe Aelar. Entre audiencias, reuniones con consejeros y las exigencias del protocolo, su mente no dejaba de vagar hacia el claro del bosque, hacia ella. Selene. La guardiana de la luna azul.
Esa noche, cuando el castillo cayó en silencio, Aelar salió en secreto, envuelto en una capa sencilla. Caminó por los senderos como quien sigue una estrella. El claro lo recibió igual que la noche anterior: lleno de luz plateada y con la brisa moviendo apenas las hojas.
Ella ya estaba allí, sentada sobre una piedra, afinando su flauta.
—Pensé que tal vez no vendrías —dijo Selene sin volverse.
—Pensé en venir desde el momento en que me marché —respondió Aelar, avanzando despacio.
Ella giró el rostro y lo miró. Había dulzura en sus ojos, pero también una especie de melancolía serena, como si conociera los finales antes que los comienzos.
—¿Siempre tocas en el mismo lugar? —preguntó Aelar.
—Siempre que la luna me lo permite. Hay noches en que no quiere ser escuchada —respondió Selene.
—¿Y esta noche?
—Esta noche... me pidió que tocara para ti.
Aelar se sentó en la hierba, cruzando las piernas como un niño. Sonrió con la sencillez que no mostraba en el palacio.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo, tras un momento.
—Puedes hacerme todas —respondió ella, apoyando la flauta en su regazo.
—¿Nunca deseas ser parte de nuestro mundo? Vivir entre nosotros... tener un hogar, alguien que te espere al caer la noche.
Selene bajó la vista. Sus dedos acariciaron el cuerpo de la flauta con delicadeza.
—A veces, sí —admitió—. Pero cuando se tiene una tarea tan grande como cuidar la luz de la luna, se aprende a no desear demasiado.
—Eso suena solitario —dijo Aelar.
—Lo es —respondió ella, y alzó la mirada—. Pero también hermoso. Hay cosas que solo pueden verse desde lejos.
Él guardó silencio un momento.
—Yo no quiero verte desde lejos.
Selene no respondió, pero su mirada se llenó de un brillo distinto. Se puso de pie lentamente.
—Entonces escucha —dijo, llevando la flauta a sus labios.
La música comenzó suave, como si hablara en susurros. Aelar cerró los ojos. La melodía lo envolvió por completo, como si cada nota le acariciara el alma. No era solo una canción: era un idioma antiguo, uno que hablaba del cielo, de las estrellas, de lo que es eterno.
Cuando terminó, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
—No quiero irme —dijo Aelar en voz baja.
—Entonces quédate —respondió Selene—. Por esta noche, el tiempo se detendrá.
Y bajo el cielo estrellado, el príncipe y la guardiana no hablaron más. Solo miraron la luna azul brillar, sabiendo ambos que algo había comenzado a cambiar dentro de ellos.