El príncipe de piel oscura

I

—¡Hijo! —chilló su madre, sacudiendo las manos como un pajarillo lo haría con sus alas al asustarse. Habían unos mechones que se le salían del impecable moño, agarrado por el peinetón, y sus faldas revoloteaban mientras se movía de un lugar a otro—. ¡Cierra las puertas del balcón!

Simón alzó los ojos de su libro, parpadeando con perplejidad. Su madre pululaba alrededor de toda la estancia, súbitamente agitada. Se preguntaba si sería por el apretado corsé.

—¿Qué pasa?

—¡Que ya vienen!

Pestañeó, comenzando a irritarse. Antes de que Simón pudiese replicar con otra pregunta, esta vez con un poco de menos amabilidad, el repiqueteo proveniente de la calle le interrumpió.

Era como el corazón de un colibrí: veloz, intenso, desbordante de vida. Impelido por la curiosidad, Simón dejó el libro a un lado, levantándose y precipitándose al balcón. Cuando colocó las manos sobre la barandilla, casi sintió la vibración en los pulpejos de los dedos y contuvo la respiración al ver lo que estaba pasando frente a sus narices.

Era como si se hubiesen materializado de entre el polvo. Se trataba de una procesión de negros cimarrones. Aunque la noche siempre era muy fría, comparado con el clima tórrido diurno, iban con las clavículas al descubierto, embadurnadas por una brillante capa de sudor por tanto movimiento. Tenían los cabellos rizados adheridos a la piel húmeda, los ojos jocosos y unas sonrisas que destacaban contra lo oscuro de su fachada. Los pies, cubiertos apenas por unas alpargatas sucias de barro, chocaban con fuerza contra el suelo, produciendo un sonido parecido a un tamborileo, al batido de un corazón excitado y eufórico.

Fascinado, Simón se inclinó hacia abajo para observar con más detalle. Había algo hermoso en la autonomía con la que sacudían las extremidades en un entramado de sinsentidos alborotados, en la libertad con la que se desenvolvían en un territorio que no era el suyo, en las risas y en los gritos. Aunque parecían haberse dejado llevar por la algarabía del momento, perdidos entre su alegría y júbilo, notó con sorpresa que estaban organizados. Era un círculo hermético en cuyo interior se tambaleaba, desenfadado, un joven rebosante de vida y autodeterminación y, si mirabas más detenidamente, de rebeldía y desafío.

Su madre gritó algo detrás de Simón, y al segundo siguiente el muchacho en medio del tumulto estaba alzando los ojos en dirección a él. Paralizado, Simón notó con asombro el par de orbes azules, un azul clarísimo, como el reflejo que producía el sol contra la espesura de las aguas marinas, rodeados por unas pestañas rizadas con una frondosidad similar a los rulos en su cabello, que le devolvían la mirada. Entonces, el chico sonrió, una mueca irónica y socarrona, un gesto arrogante que se burlaba de la estupefacción ingenua de Simón al verlos pasar. 

Simón retrocedió justo cuando una mano de dedos largos se envolvía en torno a su hombro. Aturdido, alzó la mirada para encontrarse con el doctor Carpio contemplándolo con reprobación. 

—Le he dicho que no debe exponerse a la brisa, menos aún en marzo. Ya sabe que...

Pero el chillido en la calle de una mujer hizo que Simón desistiese de seguir escuchándolo. Uno de los negros a la cabeza del grupo había lanzado una cascarita de huevo, casi intacta, hacia un hombre de sombrero de copa y había salpicado en las faldas de seda de su mujer de agua. Desplomándose a carcajadas, salieron corriendo, en medio de un bullicio de palabras ininteligibles para él. 

—Negros brutos —oyó que decía alguien a sus espaldas, soltando una risotada similar a las que liberaba el desfile inverosímil en la plaza. Supo que se trataba de Leónidas incluso antes de darse la vuelta—. Van a terminar apaleados por los hombres del capitán, esclavizados otra vez. 

Simón no disfrutaba de establecer conversaciones con su hermano mayor, pero su curiosidad era mayor. Encarándolo, alzó la barbilla a modo de saludo y Leónidas le contestó con una sonrisa que se levantaba más en la comisura izquierda de su boca.

—Nunca había visto nada igual. ¿Hacen esto seguido? —inquirió, tratando en lo posible de no alejar el tono de formalidad en el matiz de su voz; su relación nunca se había explayado más allá del campo sanguíneo y quería que la situación se mantuviese así.

—Por lo menos una vez por semana. El capitán no ha conseguido descifrar el patrón y no sabe cuándo es que van a aparecer, por lo que la mayoría de veces nos toma desprevenidos a todos.

El doctor Carpio los contemplaba con expresión agria al haber sido sus advertencias ignoradas. Simón volvió a apoyar una mano en la madera de la barandilla, sintiéndola suave, casi sedosa. Vio la descarga de pasión, de furia y de alivio en sus ademanes, descubrió, en sus gestos, que realizaban sus acciones sin importar el peligro que acarrearían. La luz de las farolas se derramaba sobre sus pieles cremosas y  oscuras, como la textura de los granos de cacao. Sus gritos parecían perderse en el cielo estrellado, salpicado de astros diminutos como las gotas derramadas por una pluma de tinta, dentro de un firmamento que parecía oscurecerse más allá de las figuras de los edificios. 

Habían aparecido varios oficiales y luchaban inútilmente para monopolizar a la tanda de negros alegres que parecían consumirlo todo, pero ellos les arrancaban los sombreros, divertidos, y les jalaban las ropas. Simón buscó entre la multitud al muchacho de ojos azules, embriagado por su curiosidad. 

Su padre le hablaba de ellos: frutos de la unión ilícita, prohibida, entre amo y esclavo, gentes hechas de la mezcolanza de los dos mundos. 

Era un mulato. 



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En el texto hay: gay, colonias

Editado: 07.05.2020

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