El Pueblo del Sur

Prólogo

Hay algo que no muere entre la bruma 

Del negro olvido, y á que no acongoja 

De la nada el temor, ni se despoja 

Jamás del manto de su gloria suma: 

La santa Libertad! La noble idea 

De la conciencia luz, que resplandece 

Entre el humo y fragor de la pelea; 

La santa Libertad! Árbol que crece 

Y al elevar su copa gigantesca 

Al hombre abrigo bienhechor ofrece. 

La libertad de Francisco Sosa Escalante 

Desde el balcón del castillo, Dulcrut podía ver todo el bosque de la unión, incluso más allá, hasta los molinos de viento del este. Odiaba esos molinos. Por culpa de esas horribles cosas demoró en obtener ese territorio. Sus soldados eran apartados con las grandes ráfagas de viento que estos producían, alimentados por los estúpidos hechiceros de aire. 

Su próxima orden sería derribarlos. 

Esa idea lo regocijó un poco pero el sonido de la pesada puerta de roble le devolvió su malestar. Por ella ingresó Cleofás, detrás de él, entraron dos guardias arrestando el cuerpo de lo que parecía un duende. El rostro cubierto de golpes y cortadas junto a las ropas bañadas en lodo y sangre hacían difícil ver que era aquella criatura.  

—Mi señor— Cleofás habló, haciendo una profunda reverencia.

Cleofás era el más leal de los soldados humanos que tenía entre sus filas. Los soldados oscuros eran obedientes pero su obediencia no lo satisfacía, en el fondo solo eran sombras, vestigios de la noche y la pena, que él mismo había creado. Controlar a un humano era mucho más exaltante y satisfactorio. Para controlar a un hombre se necesitaba tiempo y estrategias, manipularlo. A él le gustaba pensar como podía controlar aún más a sus seguidores. Por eso le gustaba mantener a Cleofás cerca, así podía practicar todo el control que quisiera. 

—Solo dime, ¿qué ocurre Cleofás? — preguntó en tono cansado, lo que puso aún más nervioso al muchacho, que traía malas noticias y temía que su rey descargara su furia en su contra. 

—Encontramos a este duende tratando de hablar con un espía de los grupos insurgentes — casi se atraganto diciendo las palabras, pero él sabía que era mejor la verdad rápida que mentirle, su rey no tenía piedad con los mentirosos. 

Por un momento nadie en la sala respiro, solo se escuchaban los débiles gemidos de dolor del malherido prisionero. 

—Continúa— la voz áspera, casi como un susurro ronco, de Dolcrut, le erizo la piel, pero se mantuvo firme. Su rey odiaba la debilidad. 

—Lo atrapamos en las puertas de la ciudadela. El rebelde espera su castigo en los calabozos, pero creí conveniente traer al duende, mi señor. Al parecer el mensaje que quería entregar era una profecía — hizo otra pausa, esperando que lo siguiente que dijera no molestara aún más al monarca. — Trata sobre usted.

Lo siguiente que pasó fue que Dolcrut dejó escapar una risa, que se convirtió en una carcajada, seca y violenta. Casi frenética. 

—Los duendes, mi tonto perro fiel, no han dado una profecía coherente en décadas. La mayoría de ellos son simples mentirosos — dijo, en cuanto calmó su risa.

—Mi pueblo — una voz mucho más débil inundó la sala del trono. Desde el suelo, entre balbuceos, el duende habló: — Mi pueblo, no es mentiroso. Y el que usted no comprenda como las diosas nos hablan sobre el futuro no implica que nuestras profecías no sean reales. 

Por un momento la valentía del duende sorprendió a Dolcrut, pero la valentía era una pequeña llama que él apagaba fácilmente. Dirigió la vista hacia el guardia que lo sostenía, y este no necesito más señal que esa para tomar la cabeza de la criatura por los pelos y estampar su rostro contra el suelo. Luego la levantó, obligándolo a ver a Dolcrut a los ojos. Su boca goteaba sangre, oscura y espesa. 

—Cuál es la profecía, duendecillo, alúmbrame con los designios de las diosas — digo en tono sarcástico. Dolcrut se había levantado del trono y con un paso lento y elegante se acercó al prisionero, éste se trató de alejar, pero lo mantuvieron en su lugar. — Dime lo que le dijiste a ese rebelde. 

El duende comenzó a susurrar palabras antiguas en idioma élfico, asique el rey acercó su oído con una sonrisa espeluznante en su rostro. En cuanto el duende terminó de pronunciar su profecía la expresión del rey cambió de inmediato. Se alejó lentamente para apoyar sus manos en una mesa cercana al trono, donde aún había restos de comida. El duende comenzó a reír, una risa que solo dejo salir más sangre de su boca, su lengua manchada de color ocre se paseo por sus dientes negros. 

—Una mezclada — más risas, que ahora se mezclaban con toses ahogadas — es un final patético para el rey oscuro.

En un rápido movimiento Dolcrut tomó un cuchillo que había en la mesa. Era un simple cuchillo de pan, pero el rey lo arrojó con fuerza, directo a la garganta expuesta del duende donde se enterró hasta el mango, quitándole la vida.

En su cara todavía había una sonrisa. Luego de unos segundos de silencio, donde solo se escuchaba la respiración acelerada de Dolcrut, él mismo habló: 

—Cleofás — el rey volvía a sentarse en su trono. Con cada paso que daba las sombras de la habitación parecían hacerse más profundas, se extendían más y más por el suelo hasta mezclarse a los pies de él. Se enrollaban en sus piernas y parecían formar parte de su ropa. Cleofás apretó su mano sobre la lanza para no temblar de temor cuando el rey manejaba las sombras solo imágenes de muerte y horror se formaban en la alma de quien lo mirase. 

—Envía mis órdenes a cada rincón de Infratierra, a partir de hoy cualquiera que se conozca mezclado será encarcelado, el que trate de ocultarse, será ejecutado y aquellos que se nieguen, serán azotados en las plazas. Así todos saben como hago cumplir la ley. 

 




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