Capítulo 1
Olivia
Gente. Mucha gente. Algunos adultos arrastrando a sus hijos los cuales lloraban y se adherían al suelo con tal de quedarse en Madrid, otros corriendo con la esperanza de poder llegar a su avión a tiempo, otros buscando su vuelo en las pantallas del aeropuerto.
Aún faltan dos horas y media para que salga mi vuelo hacia Seattle. Recuerdo como si fuera ayer (porque literalmente fue ayer) cuando mi madre me avisó que nos mudaríamos a Seattle a la casa de su nuevo marido, el cual, al parecer tiene una hija encantadora (según mi madre) llamada Sara. No dudo que esa niña sea “encantadora”, pero no me imagino tener un tipo de hermana y mucho menos tener una especie de padre. Siempre hemos sido mamá y yo desde hace seis años y que las cosas cambien tan repentinamente no me gusta para nada, Es por esto que mi madre ha dicho que no me ha avisado antes que nos mudaríamos a Seattle, por el simple hecho de que soy muy terca (sabía que haría lo imposible por quedarnos en Madrid) y no le apetecía discutir conmigo, pero yo no tenía elección ya que aún no era mayor de edad, No me malinterpretéis, Seattle entra en mi lista de lugares en el mundo los cuales me apetecería bastante visitar, sólo que no imaginaba que esa visita iba a ser permanente. O bueno, hasta que cumpliera los dieciocho.
Me he comido la cabeza toda la noche en que estaría muy lejos de casa, de mis amigos y familiares, y el miedo de no lograr encajar en ese lugar con los típicos niños pijos. Siento esa sensación de nerviosismo recorrer mi cuerpo así que decido entrar a un Starbucks y pedirme un café para aliviar mis nervios y mi sueño, ya que no he podido pegar el ojo en toda la noche.
Luego de un rato me encuentro poniendo todas mis pertenencias en una bandejita y pasando por el detector de metales, el cual pasé con éxito. Y cuando por fin entro al avión, me siento en el asiento que me corresponde, saco mi ejemplar de Romeo y Julieta (que ya me he leído unas ocho veces y seguiré sin cansarme de él) y comienzo a leer.
Siento que tocan mi hombro y, al voltear el rostro, me encuentro a mi madre diciéndome que ya hemos aterrizado. No me he dado cuenta cuando me he quedado dormida y casi me da un infarto al no encontrar mi libro, pero cuando reviso mi mochila lo encuentro allí con otros dos libros que he guardado para este largo viaje. Al llegar a la parada de taxis, luego de hacer las típicas cosas que hacen todas las personas al bajarse de un vuelo, mi madre y yo nos dirigimos hacia un señor alto y trajeado que sostiene un cartel con el nombre de mi madre. Ella lo saluda al señor -que por lo que alcancé a oír se llama Stuart- y nos subimos al auto.
No le he dicho nada a mi madre desde que hemos apoyado el culo en los asientos del avión, aún sigo algo enfadada con ella, pero decide romper el silencio al percatarse de mi estado de ánimo
-No está tan mal este lugar, ¿a qué sí?
-Es bastante bonito, sí- respondo medio cortante, viendo como dejamos atrás a unas cuantas palmeras con el hermoso paisaje de Seattle de fondo. El día está hermoso. El cielo súper despejado y el sol brilla con muchísima intensidad.
-No la pasarás tan mal aquí, es hasta que te acostumbres. Dentro de poco empezarás las clases y podrás hacer amigos nuevos- dice, tratando de darme ánimos, aunque no es suficiente.
- El problema no es el lugar, ni tu marido, ni su hija, ni nadie, simplemente es que no me has dicho con anticipación. No pude despedirme de mis amigos, de mis familiares y no me has dejado traer a Blancón. - creo que no he mencionado que tengo un perro llamado Blancón. Es mestizo, pequeño y blanco con sus orejitas color crema. Mi madre ha dicho que no lo ha traído porque era un viaje muy largo para él, pero sé que es por el simple hecho de que nunca quiso que lo llevara a casa. Pero como dije anteriormente, soy muy terca y logré quedarme con él. – Y no pienso hacerme amiga de esos niñitos ricos, ni de coña.
-Bien tú ganas, les pediré a tus abuelos que traigan a tu perro cuando vengan a traer unas cosas que he dejado allí ya que no me ha quedado espacio en la maleta. Dijeron que vendrían en esta semana. – eso último me ha alegrado un poco. Mi abuelo y mi abuela son como mi otro par de padres y que traigan a mi perrito es lo mejor del mundo.
Luego de estar veinte minutos, llegamos a la casa de Daniel, mi padrastro. Es una casa de dos plantas, más pequeña a lo que yo me imaginaba, pero bastante delicada. Desde la parte de afuera, la pared de la primera planta es de ladrillos color gris, mientras que el marco de las ventanas, la puerta, el garaje y la planta de arriba son de color ébano. Stuart estaciona el auto en el pavimento y se apresura a abrirle la puerta a mi madre. No voy a esperar a que hagan esas gilipolleces por mi así que bajo rápidamente del coche, agarro mi bolso y cierro la puerta. Stuart abre el maletero del auto y saca nuestro equipaje. Decido acercarme y ayudarlo ya que son demasiadas maletas. Stuart insiste en que él puede, pero de todos modos insisto y gano la batalla. Mi madre saca una llave color dorada del bolsillo trasero de sus jeans color negro y lo inserta en el cerrojo, le da dos vueltas a esta y la puerta de la casa se abre. Apenas entras te encuentras con el living. Las paredes son blancas y el piso es de madera. Tiene un sillón en forma de L y dos sillones individuales color celeste. En medio de los sillones hay una mesita de vidrio pequeña. En frente de los sillones, se encuentra un mueble grande de color blanco con distintos huecos; uno grande al medio y tres a cada lado de un tamaño intermedio; en el hueco más grande se encuentra un gran plasma y en los estantes de los costados hay jarrones de color ébano como decoración. Y, por último, está la escalera al costado del mueble con los escalones color madera clara. A unos cuantos metros de los sillones hay una puerta color blanca que al parecer es de la cocina. Volteo a ver las escaleras al sentir que bajan de ellas y en menos de medio segundo, Daniel está a los pies de las escaleras recibiendo a mi madre con una gran sonrisa. Mi madre se dirige hacia él emocionada para luego unirse en un gran abrazo como si no se hubieran visto en años. Detrás de Daniel se encuentra Sara. Sara Jensen es hija de uno de los abogados más importantes en todo Seattle. Tiene dieciséis años, como yo. Rubia, ojos color esmeralda y un cuerpo con las medidas exactas para una niña de dieciséis años. Viste bastante bien, aunque no lo hubiera dudado por la cantidad de dinero que tiene. Lleva puesta una camiseta negra pegada al cuerpo, unos jeans blancos adornado con un cinto negro Gucci y zapatillas de la misma marca. Sara me mira y me sonríe alegremente. Yo le ofrezco la sonrisa más simpática que pueda darle y vuelvo la vista hacia Daniel quien se está dirigiendo hacia mí para darme la bienvenida con un abrazo corto.