Estoy vestida con lo que mi región se atrevió a llamar lujo. No es seda ni terciopelo, pero lo intentaron. Teñido a mano, cosido con esmero, un vestido rojo que envuelve mi cuerpo como si una tela bonita pudiera tapar lo que realmente soy. El tono carmesí brilla demasiado contra mi piel olivácea, llamativo, provocador… peligroso.
Se suponía que usaría un saco encima, algo que al menos me protegiera del frío, pero nadie quiso arruinar la estética. El diseñador —un muchacho tembloroso, con las manos sudadas y sin valor para mirarme a los ojos— murmuró que el impacto era más importante que la comodidad. El maquillista dijo que la belleza cruda era lo que ahora se apreciaba. La alcaldenta ni siquiera discutió. Solo asintió.
Y así terminé aquí. Congelándome bajo un cielo gris, con los labios pintados y los brazos al descubierto. Fingiendo que no me afecta. Fingiendo que pertenezco a este teatro.
Pasé horas frente al espejo repitiendo las mismas frases una y otra vez, entrenando mi voz hasta que sonara firme. Como si esas palabras no me hubieran sido metidas a la fuerza, como si me pertenecieran. Como si no fueran mentiras recitadas con los dientes apretados: —Si fallas, caemos todos.
Y ahora espero. Con el mentón alto, los pies helados.
Las sobrevivientes del Reclamo están por llegar. Las que tienen el privilegio de seguir vivas… y de lucirlo.
Las llaman la Gracia Real.
A ellas debo igualar. Con ellas me compararán. Y ni siquiera me han visto aún.
—Ya vienen —susurra la alcaldenta.
Su mano, huesuda y fría, se posa sobre mi espalda. La presión es clara: firmeza. Obediencia.
—Endereza la postura.
Obedezco. Aunque el temblor en mis piernas no desaparece.
Puedo sentir al pueblo detrás de mí. A cada uno. De pie, conteniendo el aliento, como si su silencio pudiera inclinar la balanza. Como si no respirar bastara para evitar una tragedia.
Frente a mí, el decorado brilla. Manteles prestados. Flores traídas en carretas polvorientas desde otro distrito. Estandartes cosidos a toda prisa. Todo para convencer a la Corte de que valemos algo.
No es para mí. Nunca fue para mí. Es para ellos. Para fingir que esta tierra, hecha de estiércol y lodo, tiene algo que ofrecer.
Intento perderme en los detalles: las flores maltratadas por el viento, el oro que apenas brilla bajo esta luz pálida…
Pero entonces lo escucho.
El crujido del carruaje.
Mi cuerpo se tensa, como si esperara una sentencia.
El vehículo se detiene frente a nosotros. Grande. Oscuro. Innegablemente caro. Lo bastante ostentoso como para recordarnos la diferencia.
Las puertas se abren con un sonido grave. El tipo de chirrido que no viene del uso, sino del diseño. Parte del show.
Bajan dos mujeres.
Y el aire se va.
Una de ellas no necesita presentación. Jazmine Duvessa. La Elegida de hace tres años. La sobreviviente. La que regresó distinta. Con la mirada dura. Con las joyas de la Corte colgando del cuello y del bolsillo.
Los aplausos brotan de la gente como si hubieran ensayado la emoción. Gritos, vítores, reverencias.
La alcaldenta sonríe tan amplio que sus mejillas tiemblan. Se inclina un poco, pero sin llegar a humillarse del todo. Una línea delicada que ha practicado con años de experiencia.
Las mujeres caminan hacia el estrado. Lentas. Ensayadas. Cada paso como un golpe seco en la impresión de quienes las miran.
Suben. Se sientan. No saludan.
Ni a mí. Ni a nadie.
Y en esa omisión está todo el mensaje.
Sus miradas recorren el lugar como quien inspecciona un terreno antes de comprarlo. No están aquí para escuchar. Están aquí para juzgar.
Y van a hacerlo.
Porque pueden.
—¿Por qué aquí? —pregunta Jazmine, con una mueca que no se molesta en disimular. Frunce la nariz como si el aire mismo le resultara ofensivo—. Huele a... estiércol.
La alcaldenta apenas parpadea. Sus manos, ocultas detrás de su espalda, se tensan.
—Estamos junto a los corrales, su gracia —responde con un tono suave, casi ensayado—. La cría de animales es nuestra principal fuente de sustento.
—¿Y no había un sitio... menos repulsivo?
La alcaldenta baja un poco el mentón. Un gesto medido, mezcla de respeto y resignación.
—Con todo respeto —dice—, no contamos con palacios, ni grandes plazas. Lo que ve… es lo mejor que tenemos. Hicimos lo posible por presentarlo de forma digna.
No hay ironía en su tono. Solo agotamiento. El tipo de cansancio que se arrastra desde hace años, disfrazado de cortesía.
Jazmine no responde. Saca un pequeño pañuelo de encaje, lo acerca a su nariz y respira solo a través de él. Luego se peina, con dedos finos y movimientos estudiados, como si necesitara asegurarse de que el hedor no se hubiera impregnado en el cabello.