«Darret se encontraba a pocos centímetros de mí, cada exhalación que daba chocaba contra mi rostro, sintiéndose como una leve caricia contra mi piel. Sentía que mi corazón iba a salirse de mi pecho por lo fuerte que martillaba, las piernas me temblaban como gelatina y las manos me sudaban. Tenerlo tan cerca me permitía contemplar todo su rostro a la perfección, hasta puedo decir que podía contar las pecas que adornaban su nariz, o podía apreciar las pequeñas manchas verdes que cubrían el marrón de su iris.
—Dime Shanelle. ¿Qué es lo que sientes por mí? —cuestionó en un susurro ronco que erizó los vellos de mis brazos.
—Yo-yo no siento nada por ti —contesté titubeando.
Una sonrisa ladeada se desplazó por sus labios carnosos, tragué duro al ver el brillo malicioso en sus ojos. Él lo disfrutaba, disfrutaba ponerme nerviosa y hacer que mis pensamientos fueran un tornado, logrando que me fuera imposible pensar con calma.
—¿Estás segura? —ronroneó con la sonrisa aún en sus labios. No contesté nada.
Dicen que el silencio otorga, y él lo comprendió, su sonrisa se ensanchó. Sus manos rodearon mi cintura y me atrajo hacia él. La distancia a la cual estaban separados nuestros cuerpos se redujo, no había espacio entre nosotros.
Su cabeza se inclinó hacia mí, nuestros labios se rozaron y nuestras narices chocaron, se quedó quieto, expectante ante mi reacción, como si esperara que lo empujara, que detuviera aquello que ambos deseábamos en silencio. Al no hacerlo, cortó toda distancia entre nuestros labios y me besó.»
—¡Layla! —gritaron con fuerza. Miré por encima del libro y una Anne sonriente venía caminando hacía mi con paso apresurado. Ella siempre había tenido la costumbre de interrumpirme justo cuando la parte del libro, película o serie estaba más buena, lo cual era siempre chistoso y por ello la molestaba.
Su cabello azabache se mecía por el leve viento que corría, algo que siempre llamaba la atención de ella; eran los grandes y hermosos ojos verde olivo que poseía. Mis padres me contaron que cuando yo nací, tenía los ojos grises y era blanca, pero con el paso del tiempo mi color de piel cambió; tornándose un poco oscura, y mis ojos grises fueron cambiando y siendo cafés claros.
Anne lucía como una diosa del Olimpo, y no exagero ni miento, ella siempre; desde que era una bebé ha sido hermosa. Aunque ella nunca podía observar la belleza que los demás veíamos, y no digo que yo fuera horrible, porque tenía lo mío, pero Anne, ella era una hermosa estrella.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, arqueé una ceja y bajé el libro, dejándolo sobre mis piernas y cruzándome de brazos. Su sonrisa fue desapareciendo cuando vio mis expresiones, hizo una mueca y sonrió sin despegar los labios, mientras se acercaba a paso cauteloso hacia mí.
—Lo sé, lo sé, lo lamento —dijo y alzó sus manos en señal de rendición—. Sé que dije que no volvería a interrumpirte cuando leyeras, pero esto es importante.
—Siempre es importante —reproché entre dientes y ella sonrío, dejándose caer a mi lado en la banca.
Parpadeó varias veces y enroscó su brazo con el mío, mientras apoyaba su cabeza a mi hombro y hacia un pequeño puchero. Siempre hacia eso.
—No volveré a hacerlo, lo prometo.
—Eso dijiste hace tres días.
—¡Oye! No lo hago con intención, solo llegó en el momento equivocado.
Reí y asentí con la cabeza, dándole la razón.
—Es cierto, ahora dime: ¿Para qué me llamabas?
Dejó salir una pequeña risa y se recompuso, sentándose recta en la banca y mirándome con una enorme sonrisa en sus labios. Terminé sonriendo involuntariamente y mirándola confundida.
—¿Por qué sonríes tanto? Estás empezando a darme miedo.
Soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Dramáticaaa —canturreó y luego añadió—: Hoy es un bonito día, ¿por qué no debía sonreír?
—Buen punto.
—A lo que venía, ¿me prestas dinero para comprar donas?
Arrugué el ceño.
—¿Me llamaste por qué quieres donas?
Asintió.
—Se me quedó la cartera y quiero comer algo dulce.
La miré incrédula, abrí y cerré la boca repetitivas veces para terminar negando con la cabeza.
—¿En serio para eso me llamaste, Annabet?
—No me llames Annabet. —Hizo una mueca—. Sabes que no me gusta que me llamen así, suena demasiado formal. Ahora, dale a tu querida mejor amiga dinero para que se pueda comprar unas ricas donas.
Resoplé como un caballo, saqué del bolsillo de mi pantalón algunos billetes y se los extendí. La sonrisa radiante volvió a aparecer en su rostro y cuando fue a tomar los billetes, los aparté. Me dio una mirada confundida, intercalando la vista desde mi cara hasta los billetes en mi mano.
—No, no, no —repetí y meneé la cabeza—. Te los doy solo si me das.
Arrugó su nariz y luego de meditarlo por unos segundos respondió:
—Trato —le volví a extender los billetes y de un rápido movimiento los apartó de mi mano, se acercó a mi mejilla y dejó un beso sonoro en mi mejilla izquierda.