El silencio que nos rodeó después de que mi teléfono dejará de sonar fue tenso. Mi garganta se había secado y abrí y cerré varias veces mi boca sin saber qué decir. Sus ojos clavados en los míos paralizaron cada parte de mi cuerpo, la frialdad en su mirada colocaba los vellos de mis brazos de punta, su rostro no tenía ninguna emoción, las facciones de su rostro se encontraban inexpresivas, igual que su mirada. No mostraba nada.
En cambio, ella estaba paralizada, parecía una estatua y su piel había perdido el color. Quizás estaba sorprendida de que hubiera escuchado o por lo chismosa que era.
Había un cincuenta y un cincuenta por ciento de posibilidades entre ambas.
—¿Tu mamá no te enseñó que es malo escuchar conversaciones ajenas? —espetó él, rompiendo el silencio. La dureza en su voz me hizo dar un respingón.
—Lo siento, no quise escuchar. Estaba pasando por aquí y escu…
—Mejor cállate y vete Layla. —Ordenó de brazos cruzados.
Tensé mi mandíbula y arrugué el ceño.
—No tienes por qué hablarme así. Te estoy tratando de explicar y tú…
—No me interesan tus explicaciones baratas —bramó—. Ahora mejor vete, no creo que debas estar escuchando conversaciones que no te incumben.
Touché.
Abrí la boca para defenderme, pero no logré formular alguna oración coherente, dejé salir un suspiro y con la dignidad por los suelos me di la vuelta sobre mis talones, intentando alejarme lo más rápido posible de aquel lugar. Era vergonzoso, me había pillado con las manos en la masa, todo por culpa de la llamada.
La llamada.
Revisé el teléfono, dando con algunas llamadas perdidas de mamá y otras de papá, en un mensaje mamá me decía que esperaban por mí en el estacionamiento. Apresuré el paso hasta salir del restaurante, busqué el auto y luego me monté en el.
—¿Dónde estabas? —cuestionó mamá, mientras me pasaba una caja. Tomé la caja, donde estaba el postre.
—Lo siento, me perdí.
¡Mentira, estabas de chismosa!
—Ten cuidado la próxima —sugirió papá. Y colocó el auto en marcha.
—¡¿Qué hiciste?! ¡¿qué?! —bramó Anne en un chillido.
Estábamos sentadas debajo del árbol, mientras comíamos nuestros almuerzos le conté lo que había ocurrido en el restaurante, ya que cuando llegué a casa me fui directo a la cama.
—Lo que escuchaste —musité.
—¿Estás loca? —Meneó la cabeza hacia los lados, el cabello negro atado en una cola alta siguió el movimiento—. ¿Cómo se te ocurre escuchar conversaciones ajenas?
—Tú hubieras hecho lo mismo —reproché—. Eres igual de curiosa que yo.
—Puede ser —concordó—, pero al menos hubiera colocado el teléfono en silencio o hubiera sido menos obvia. ¡Tú no lo hiciste y te descubrieron!
—No me lo recuerdes.
Froté mi rostro con ambas manos y luego di un último sorbo a mi jugo de arándanos, vi de reojo como sonreía con burla y como sus ojos brillaban por la diversión.
—No hace falta que lo haga, tu solita lo harás. Cada vez que lo veas vas a recordar y te morirás de vergüenza.
—Lo sé. —Suspiré—. Te veo en el salón, tengo que buscar los libros para la clase.
Asintió con la boca llena, me levanté de la banca y luego de botar los desperdicios y dejar la bandeja en uno de los lugares en los cuales las personas de limpieza los recogían, me adentré en el instituto.
Estaba avergonzada, pero también tenía mucha curiosidad. ¿Por qué él se había alterado tanto? ¿Qué era lo que había hecho que se exaltara? De lo que estaba segura era que no iba a tener una respuesta, y quizás siempre tendría la duda.
¿Y si la novia lo había dejado?
No creía que hubiera sido por ello, solo había que verlo para desechar esa idea.
Las apariencias engañan, dulce Layla.
Eso me habría dicho la abuela si aún hubiera estado viva. Ella era de esa clase de persona que creía que detrás de cada persona había una historia, y detrás de esas apariencias rudas y frías habitaba un corazón sensible que tenía miedo de salir lastimado otra vez.
El timbre sonó y apresuré el paso hacia el casillero. Al llegar lo abrí, saqué los libros que necesitaba y lo cerré. Caminé a paso veloz hacia el salón, iba solo unos minutos retrasada, pero estaba segura de que la profesora Martínez no me iba a dejar entrar si tardaba un minuto más en llegar.
Cuando iba cruzando la esquina de uno de los pasillos, choqué con un cuerpo, provocando que cayera al suelo. El dolor se extendió por mi trasero e hice una mueca de dolor.
—Mierda —murmuré.
Me coloqué de cuclillas para recoger los libros, pero ya los habían tomado del suelo, y solo podía mirar unos pies. Alcé la mirada y deseé por solo un momento estar viendo una ilusión, pero no, él estaba de pie enfrente de mí, entre sus manos estaban mis libros y me miraba curioso.