Fuertes punzadas atacaron mi cabeza al abrir mis ojos, mi garganta ardía cuando tragaba saliva y un quejido salió de mis labios. Me senté sobre la cama y todo me daba vueltas, mi vista estaba borrosa y cerré mis ojos con fuerza cuando una punzada de dolor atacó mis sienes. Abrí mis ojos despacio y cuando enfoqué la mirada, mis ojos se abrieron por completo de manera violenta. La imagen que tenía enfrente de mí, era la de una puerta marrón y al lado de esta estaba un televisor, además, que la pared de atrás era azul marino; y mi habitación no estaba pintada de ese color.
Me levanté de la cama asustada, como si tuviera pica, pica. Tenía una camisa de hombre puesta, mi cabeza seguía dándome punzadas y la bilis subió por mi garganta. Corrí hasta la puerta que estaba a mi lado izquierdo y entré en ella. Era el baño lo que tenía enfrente de mis ojos, los azulejos adornaban el lugar, había una ducha con puertas de vidrios y una bañera, me dirigí hasta el inodoro y expulsé de mi estómago todo lo que había en él. Bajé la palanca, di unos pasos y me apoyé en el lavamanos, alcé la mirada y observé mi reflejo. Unas grandes ojeras adornaban mis ojos y mi cabello estaba hecho un nido de pájaros, abrí la llave y lavé mi rostro.
¿Qué ocurrió anoche?
Los recuerdos de la noche anterior llegaron a mi mente como bombas; Arthur llegando a mi casa, los edificios abandonados, la imagen de Derek peleando, la discusión con Arthur, todo comenzó a llegar y la cabeza comenzó a doler aún más fuerte.
¡Mierda mis padres!
Salí del baño y busqué mi ropa, la tomé de la silla negra en la que estaba y me vestí rápido. Me iban a matar, intenté prender el teléfono, pero no tenía batería. Me coloqué los zapatos y salí de la habitación, recorrí el pasillo hasta llegar a una sala.
—Despertaste —dijeron a mis espaldas.
Pegué un pequeño salto y ahogué un grito, volteé y Arthur estaba apoyado en una encimera de granito.
—¿Por qué no me llevaste a casa? —inquirí.
Alzó una de sus espesas cejas y caminó hasta quedar enfrente de mí.
—Te quedaste dormida en el auto. —Se encogió de hombros —. Imagine que no querías que tus padres te vieran drogada.
Bufé y negué con la cabeza.
—Me drogaste —mascullé y negué con la cabeza—. Me drogaste para hacer una estúpida prueba.
—Lo hice, debías estar borracha o drogada para que la hicieras —se limitó a decir.
—¡No estaba en mis cinco sentidos, Arthur! —bramé y él se tensó—. ¡Ni siquiera hice eso porque quería, sino porque estaba drogada!¡Pude haberme caído y solo dices eso!
—¿Y qué quieres que diga? —masculló, controlándose para no perder la calma con la cual hablaba—. Son las reglas, saber todo sobre mí es involucrarse en mi mundo, y tú decidiste hacerlo, estabas en tus cinco sentidos cuando aceptaste.
Reí sin humor y negué con la cabeza.
—Eres un cabrón —mascullé e intenté irme, pero apenas di un paso una punzada de dolor atacó mi cabeza e hice una mueca de dolor. Arthur se dio cuenta y caminó hasta los gabinetes para buscar algo.
Caminé hasta uno de los taburetes y me senté, todo comenzó a darme vueltas y cerré mis ojos con fuerza a lo que otra punzada atacó mi cabeza, masajeaba mis sienes intentando que el dolor disminuyera.
—Toma. —Abrí los ojos y me estaba extendiendo un vaso con agua y una pastilla.
—¿Qué es?
Me miró con irritación y colocó la pastilla y el vaso de agua en la isla de granito.
—Es una pastilla para el dolor de cabeza. ¿Qué clase de pregunta es esa?
Me encogí de hombros.
—Ya me drogaste una vez, ¿por qué no hacerlo dos?
No respondió mi pregunta y solo tensó su mandíbula, tomé la pastilla y el vaso de agua, coloqué la pastilla en mi boca para después tomar del agua. Él seguía cada uno de mis movimientos, parecía que quería recordarlos, que quería recordarme.
—Ya debo irme a casa.
Me levanté del taburete, sintiendo como la garganta me ardía, no tenía nada en el estómago, pero, aun así, quería seguir vomitando. Él parpadeó varias veces y asintió en respuesta. Agarró las llaves que estaban en la encimera y habló:
—Vamos, te llevo.
—No —demandé y él se detuvo al llegar a la puerta principal.
—¿Qué? —inquirió, dándose la vuelta para verme.
—No quiero que me lleves a casa, me iré en un taxi o en lo que sea, pero no contigo.
Arqueó una ceja y negó con la cabeza, caminando hacia mí.
—No hagas esto, Layla —susurró, deteniéndose enfrente de mí.
—¿Qué se supone que estoy haciendo? —inquirí, el enojo se percibía en mi voz.
—Enojarte, no tenía opción. Debías estar ebria o drogada, eran las reglas.
—¡A la mierda con las reglas, Arthur! —vociferé—. ¡Rompiste mi confianza!¡Y ni siquiera te moviste para ayudarme, solo te quedaste ahí, mirándome como un idiota!
—No necesitabas ayuda, Ethan ya lo estaba haciendo. ¿Verdad, Lía?