Cuando te entregas a una persona por primera vez, le entregas tu corazón, tu confianza, tu cuerpo, tu alma. Le entregas lo más preciado que tienes, aquello que te seguía haciendo una niña pequeña.
Alguien inocente.
Le entregué todo, todo se lo entregué a él.
Esparcía el jabón por mi cuerpo, intentando borrar sus caricias, sus besos, su tacto. Intentaba borrarlo, pero no podía. Cuando desperté él ya no estaba, lo esperé durante horas, lo llamé, y él nunca contestó.
Usada.
Así me sentía, ¿lo peor? Lo peor era que yo había dejado que me usara, le había dado permiso que lo hiciera, pero de manera inconsciente. Cuando nos enamoramos dejamos de razonar, no escuchamos aquella pequeña voz que nos grita que nos detengamos, aquella voz que nos dice lo que está mal. Y después nos arrepentimos por no haberla escuchado.
Las lágrimas se mezclaban con las gotas de agua, los sollozos se mezclaban con el sonido del agua impactando contra el piso, no intenté apaciguar mis sollozos, nadie me escucharía llorar.
Nadie sabría qué lloré otra vez por él.
Dejé que mi cuerpo se resbalara por el mármol de la pared, atraje mis piernas hacia mi pecho, las rodeé con mis brazos y escondí mi rostro entre mis rodillas. El agua seguía cayendo sobre mi cuerpo y las lágrimas no daban señal de querer detenerse. Dolía, realmente dolía.
Había pensado que nos habíamos conectado, que estábamos sincronizados. Pero no era así. Mientras yo hacía el amor, él tenía sexo y nada más. No importaba cuanto llorara, cuanto me dijera que fui una estúpida, lo hecho, hecho estaba y no se podía disolver. Limpiaba mi cuerpo con asco, porqué así me sentía, pero no servía de nada. Porque el agua y el jabón no podía limpiar su tacto de mí.
Algunas personas son difíciles de borrar de nuestras vidas, ellos se meten debajo de nuestra piel y se tatúan en nuestra alma. Es por ello que cada vez que los intentas alejar, sientes como te desgarran el alma.
Y él se había metido debajo de mi piel y tatuado en mi alma.
—¿Cuándo irás a comprar el vestido? —inquirió mamá mientras picaba unos vegetales.
Dejé de colocar la mesa y me senté en una de las sillas.
—No lo sé. —Suspiré—. Aún tengo tiempo.
Ambas estábamos haciendo la cena, mientras que papá estaba en su oficina realizando una conferencia con un nuevo cliente. La gran parte del día me la pasé en mi habitación, no quise salir, no quería nada. Mamá me había preguntado qué tenía, pero no le respondí nada.
—El tiempo transcurre tan rápido —dijo en voz baja—. Hace años te tenía entre mis brazos, eras una bebe regordeta y muy dormilona. —Sonrió y me observó con nostalgia—. Y en unos días será el baile de graduación, después la entrega del título. Y luego te irás a una universidad.
—Mamá…
—Este bien —me dio la espalda—. Así es la vida, criamos a nuestros hijos, los educamos, les damos amor. Les enseñamos a vivir, y luego ellos se van a forjar su propio futuro y después crear una familia.
Me levanté de la silla y acerqué.
—Aún hay tiempo —expliqué, intentando de animarla—. Voy a seguir juntos a ustedes, no es que me vaya a ir mañana de la casa.
Giró a verme.
—Solo sabemos el hoy y no el mañana, en cuestión de horas pueden ocurrir muchas cosas.
Bufé.
—Luego dices que yo soy la negativa.
Rio y se encogió de hombros.
—Solo digo lo que pienso —se dirigió al refrigerador y sacó algunas frutas—. Tienes que ir haciendo la carta para la universidad de New York.
—¿Crees que me acepten? —Fijó su mirada en mí—. Digo, hay muchas personas que aman tomar fotografía y muchos de ellos tienen más talento. —Agaché la mirada—. Son mejores que yo.
La suela de sus zapatos resonó contra el suelo, se paró delante de mí y tomó entre sus manos mi rostro.
—Lo harán —susurró con delicadeza—. Y si no lo hacen, estarían perdiendo a una gran fotógrafa. —Acaricio mis mejillas—. Eres la mejor, no lo dudes.
Sonreí y rodeé su cuerpo con mis brazos. Ella olía a canela, siempre olía así. Sus brazos rodearon mi cuerpo y sus dedos acariciaron mi cabello, había empezado a extrañar su cercanía. Extrañaba poder abrazarla y hablar, en vez de discutir.
—Lamento todo lo que ha estado ocurriendo. —Escondí mi rostro en la curvatura de su cuello—. De verdad, lo siento.
Besó mi cabeza y me abrazó con más fuerza.
—Ya no importa. —Alzó mi rostro—. Todos no equivocamos.
Embocé una sonrisa triste.
—Últimamente me estoy equivocando mucho —reconocí—. Y tú sigues aquí.
Hizo una mueca.
—No importa cuántas veces te caigas, falles o equivoques. Nosotros siempre vamos a estar ahí, cariño. Porque eso es lo hacemos los padres, nosotros protegemos y ayudamos a nuestros hijos sin importar que, y siempre estaremos para ti.