Escondí mis manos dentro de las mangas del suéter, era un suéter de lana color beige. Recuerdo que mi padre me lo había regalado dos años atrás por mi cumpleaños, y aún me quedaba. No tenía frío, la razón por la cual había escondido mis manos dentro de las mangas era simple; tenía miedo y estaba nerviosa.
El miedo es muy poderoso, puede privarnos de intentar algo nuevo, puede hacer que huyamos, puede consumirnos. Intenté dar un paso hacia adelante, pero terminé girando rápidamente sobre mis talones, y escondiéndome detrás del árbol en el cual me llevaba ocultando en la última semana.
La puerta principal de mi casa se había abierto y de ella había salido mamá, luego papá, quien la acompañó hasta el auto y le dio un beso de despedida, después de que el auto se alejara él entró en la casa. Solté un suspiro tembloroso que parecía más un jadeo de dolor, y apoyé mi frente en el tronco del árbol. Tenía miedo de sus reacciones, tenía miedo de verlos, tenía miedo de ver cuán destruidos estaban por mi culpa.
—Te extrañan —susurraron a mis espaldas. Giré, encontrándome con Lucy (la niña que vivía al lado de mi casa) estaba montada en una bicicleta de color verde, su cabello rubio estaba amarrado en una trenza, y sus ojos cafés me observaban con reproche, mientras que se bajaba de la bicicleta y la sostenía del manubrio.
—Lo sé —murmuré.
—¿Entonces por qué no tocas la puerta? —inquirió con el ceño fruncido—. Te he visto hacer lo mismo varias veces, vienes, te quedas detrás de este árbol y luego te vas.
—Porque soy cobarde.
—No parecías cobarde cuando te escapaste por la ventana de tu habitación, sabiendo que tus papás te habían prohibido salir de la casa. Parecías valiente.
Agaché la cabeza y sonreí de lado.
—Eso fue un acto de estupidez no de valentía.
—Mama siempre dice que tengo que ser valiente —susurró. Levanté la cabeza, encontrándome con sus ojos y su ceño fruncido—, que tengo que enfrentar mis miedos. Tú deberías ser valiente, la señora Margaret ya no me sonríe como antes, ahora solo me da una sonrisa de boca cerrada.
Giré mi cabeza hacia un costado para ver mi casa. Ser valiente, eso sonaba fácil, pero no lo era, cerré mis ojos con fuerza e inhalé aire, para luego exhalar. Mamá no era la misma, ya no lo era, lo peor es que era por mi culpa.
—No es fácil —susurré aun con la mirada en la casa.
—Sí lo es. —Un gruñido salió de sus labios, y giré a verla—. Yo le tengo miedo a andar en bicicleta, y ahora mira. —Señaló la bicicleta—, estoy enfrentando mi miedo.
Sonreí de lado.
—Entonces... ¿debo ir a tocar la puerta y enfrentar mis miedos?
Asintió con la cabeza repetitivas veces
—Quizás tengas razón.
Una sonrisa de orgullo se extendió por sus facciones, dio un pequeño salto en su lugar, apoyó la bicicleta a su cadera y aplaudió.
—Siempre tengo razón.
Arqueé una ceja y me crucé de brazos. Ella mordió su labio inferior aguantando las ganas de reír, pero luego de unos minutos soltó una carcajada infantil, carcajada a la cual me uní. Eran muy pocas las veces que miraba a Lucy, y cuando lo hacía solo nos saludábamos y ya.
—¿Cuántos años es que tienes, Lu? —inquirí, llamándola por el diminutivo que utilizaban sus padres para dirigirse a ella.
—Dentro de ocho semanas cumpliré doce.
Asentí con la cabeza y me acerqué a ella, alcé mi mano y quité un mechón de cabello que cubría un poco su rostro.
—¿Sabes qué es lo que nunca tienes que hacer? —inquirí y negó con la cabeza—. Nunca tienes que lastimar a tus padres o a alguien que quieres por un chico, siempre tienes que ser tú misma.
Me observó con curiosidad.
—¿Tú lo hiciste? —preguntó—. ¿Lastimaste a tus padres por culpa de un chico?
—Desgraciadamente lo hice.
Negó con la cabeza como si estuviera confundida, luego me observó.
—¿Por qué?
—Porque fui estúpida.
Una pequeña O se formó en su boca, parpadeó varias veces y luego soltó un pequeño suspiro. Se colocó derecha, sacando pecho, tomó con fuerzas el manubrio de su bicicleta y dijo:
—No lo haré —habló con seguridad—, no voy a lastimar a mis padres como tú lo hiciste. Lo prometo.
—Las promesas son sagradas Lucy —dije recordando las palabras de Anne—, romper una promesa rompe a una persona. Las promesas son tan sagradas como lo son los juramentos.
—No voy a romper mi promesa. —Cada palabra que salía de sus labios irradiaba seguridad—, y tú tienes que ir con tus padres. —Señaló la casa—. Ellos serán felices si te ven.
Asentí con una pequeña sonrisa invadiendo mis labios.
—Fue lindo verte, Lu.
—Igual, Layla. —Sonrió y se montó a la bicicleta. Me hice a un lado para que pasara y observé cómo se alejaba, giró su cabeza y gritó—. ¡Hasta luego!
—¡Hasta luego! —grité de vuelta.
Me quedé de pie durante varios minutos, luego resoplé; sintiendo como el miedo volvía a recorrer mi cuerpo. Me giré en dirección a la casa de mis padres, luego de tomar una bocanada de aire y decir que podía hacerlo, empecé a caminar hasta la puerta.
Cada paso que daba estaba lleno de miedo, inseguridad, pánico. Al llegar a la puerta me quedé quieta, luego subí mi mano y di dos toques en la madera oscura, di un paso hacia atrás y me abracé a mí misma. Mi cuerpo estaba temblando y mi corazón latía desenfrenado, mi cabeza se encontraba agachada y miraba fijamente el suelo.
Ya no hay vuelta atrás.
—Layla. —Un débil y ronco susurro llegó hasta mis oídos. Juro que mi corazón se detuvo durante unos segundos, para luego empezar a golpear mi pecho con desesperación.
Alcé mi mirada del suelo, lentamente recorrí el cuerpo de quien estaba enfrente de mí. Primero sus piernas, luego su torso, su cuello, su cara hasta llegar a sus ojos. Dolor, tristeza, felicidad; esas emociones predominaban su mirada. Estaba más delgado, lucía agotado tanto física como emocionalmente.