El reflejo del agua (diario de una viajera en el tiempo)

ECOS DEL PASADO

Trasmoz, 29 de junio de 2018

Aún dormida comencé a escuchar un martilleo en la lejanía. En un principio, resistiéndome a despertar, lo integré en mi sueño, como quien acoge un intruso en su casa, pero a los golpes se unieron voces lejanas, que me recordaban al trajinar de un hogar en plena ebullición. Nada extraño de haberme encontrado en mi piso de la ciudad a las ocho de la mañana, sin embargo, en la mansión estaba sola, no había vecinos tras las paredes contiguas y era de madrugada.

Me levanté despacio de la cama. Llevaba puesto un antiguo camisón, lo había encontrado en el interior de uno de los armarios sorprendentemente limpio y fresco, como si esperase mi llegada para vestirme aquella noche. Pensando que pudiera ser de mi abuela Lucía y satisfecha por el resultado de su comodidad, había decidido que era una buena opción para dormir. Así pues, con la linterna de mi móvil a modo de guía, decidí salir a investigar y averiguar de una vez por todas de dónde provenían los sonidos por los que tanto habíamos especulado durante años.

Bajé las escaleras muy despacio, no quería resbalar ni perder el hilo de dónde provenían las voces. En mi camino pasé por delante del enorme reloj de péndulo. Lo había puesto en hora aquella misma tarde, marcaba las cuatro de la madrugada. Seguí bajando las escaleras y pronto me encontré en el sótano de la casa. Aún con el desconcierto típico de alguien que se acaba de despertar, tenía la sensación de estar todavía soñando. En cualquier caso, lo onírico de la situación me estremecía.

Mi sueño más repetido consistía en una casa en la que en ese momento consideraba mi hogar, descubriendo habitaciones de las que nunca antes me había percatado, preguntándome por qué hasta entonces nunca había entrado en ellas. Dani, psicólogo de profesión, intentaba analizar mis repetitivos sueños, decía que la casa me representaba a mí y las diferentes estancias constituían partes de mi persona, lo cual significa que, si ahora me encontraba bajando a las profundidades del edificio, era obvio que se trataba de lo más recóndito de mi interior, el subconsciente más escondido y desterrado de mi conciencia. Esa idea me hizo estremecer y temí por lo que pudiera encontrar en este sueño, si es que en realidad lo era.

Seguí bajando, creía conocer todos y cada uno de los lugares de la casa, sin embargo, por más que me esforzaba, no lograba recordar que aquellas escaleras de caracol bajaran de un modo tan profundo. Era obvio, me encontraba en un lugar del edificio en el que jamás había estado, y ya era demasiado tarde para subir a mi dormitorio. Los sonidos fortuitos y las voces despreocupadas cada vez se oían más cercanas. La curiosidad acumulada de años de especulaciones habían conseguido llevarme a lo más recóndito de la gran mansión. Ahora, los sonidos que había escuchando se fundían con el devenir de un río subterráneo, aquel al que siempre le había creído el culpable de los ruidos nocturnos. Ambos sonidos se fundían y entrelazaban como una melodía rítmica, sin embargo, se diferenciaban a la perfección. Era obvio que provenían de lugares diferentes. La teoría, que tantos años había perseguido como razonamiento a los misteriosos sonidos se desvanecía en medio de la incertidumbre de la noche.

Ya pisaba el peñón que sujetaba la casa cuando distinguí una pequeña puerta en un extremo de la piedra. Era poco más que una trampilla, oxidada por la humedad. El suelo también se mostraba mojado, por primera vez me percaté de que me encontraba descalza. No me importaba, si había llegado hasta allí, no volvería hacia atrás, estaba dispuesta a descubrir todo aquel embrollo. Seguro que se trataba de algo que respondía a la lógica, más allá de las especulaciones fantasmagóricas.

Mientras abría la pequeña puerta atisbé una serie de relieves a los que no presté demasiada atención, al fin y al cabo, no sabía si eran producidos por el efecto del desgaste de la humedad y del tiempo, o si por el contrario, eran genuinos de la puerta. Cuando conseguí entrar en el interior de la zona que cerraba la trampilla, no puede hacer otra cosa que frotarme los ojos, la razón me decía que eso no podía estar pasando.

La estancia, sorprendentemente amplia, a pesar de la pequeñez de la puerta, estaba iluminada por varias velas que, incrédula, pude comprobar que, no se consumían, como si el tiempo se mantuviera imperturbable en aquella habitación. Nada más entrar en el habitáculo mi móvil se apagó y dejó de funcionar a pesar de mi insistencia por encenderlo de nuevo. Lo di por imposible y decidí concentrarme en ver dónde me encontraba en realidad.

La sala era amplia y rectangular, al fondo había un gran espejo de donde provenían los ruidos que me habían llevado hasta la estancia. Frente a la entrada, en el extremo más alejado a esta se apoyaba un gran cirio encendido y, delante de este, una enorme silla, quizás la más grande de todas las que se encontraban allí, forrada en un terciopelo rojo, parecía que ni la humedad, ni el polvo, ni siquiera el tiempo hubieran pasado por ella.




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