Trasmoz, 18 de marzo de 1808
La fresca brisa de la mañana erizó mi piel solo protegida por el camisón. Mis pies, descalzos, estaban al borde de entumecerse con el frío del suelo de piedra. Delante de mí se descubrían las mismas escaleras de caracol por las que instantes antes había bajado, sin embargo, para mi sorpresa, se abrían paso más nuevas invitándome de nuevo a subir. El fuerte martilleo, que con tanta atención había escuchado y me que había guiado hasta donde me encontraba, seguía con la indiferencia de quien no se cree escuchado y continuaba constante. No pensaba, no tenía miedo y casi no sentía mi cuerpo sumido en un frío helador. Simplemente me dejé guiar por el sonido más fuerte y continué caminando.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, por fin, descubrí el verdadero origen del martilleo: un muchacho se encontraba tapiando con tablas las ventanas de madera del corredor, sumiendo poco a poco la casa en una extraña oscuridad, solo interrumpida por ciertas rendijas que dejaban pasar algunos hilos de sol matinal.
El chico, al percatarse de mi presencia, clavó su mirada en mí, primero en mi cara, intentando adivinar quién era. Poco a poco sus ojos se fueron posando en las diferentes partes de mi cuerpo. Descalza, en camisón, y con los pies embarrados, probablemente daría la impresión de ser un fantasma o alguna persona desequilibrada que había conseguido colarse en la mansión. Pero ¿quién era ese joven?, ¿y qué demonios hacía en la casa familiar? Yo estaba tan sorprendida como él.
El aturdimiento mutuo fue interrumpido por una voz proveniente del otro extremo del pasillo, una figura negra con pasos firmes se abría paso entre los hilos de sol. Por la penumbra del corredor apenas pude ver su rostro hasta que estuvo a tan solo unos metros de mí. Su cara, tan familiar como la que podía haber sido la de una tía o de una abuela, me examinó unos instantes.
—Diana —pronunció con una tranquilidad pasmosa mi nombre—, ¿ya estás aquí? No te esperábamos hasta el mediodía —comentó con naturalidad.
Mi garganta, seca por la impresión de quién no entiende lo qué está pasando, apenas podía emitir sonido alguno. Asentí con la cabeza, sin embargo, mi rostro reflejaba la incógnita de la incredulidad.
El muchacho, que había dejado de martillear, único testigo de nuestro encuentro, nos miraba con la boca entreabierta, como quien no puede salir de su desconcierto y decide perderse en él. Ambas nos percatamos de lo que estaba ocurriendo, y la mujer de vestido negro dio una frenética palmada ante los incrédulos ojos del chico, casi rozando su rostro. El muchacho pareció sobresaltarse, como el que despierta de un sueño hipnótico.
—¡Muchacho! ¡Vuelve a tu trabajo, las tablas no se clavan solas! —le amonestó con rostro severo.
La mujer, de unos sesenta y cinco o setenta años, iba ataviada con un vestido negro de seda, típico de las viudas enlutadas de la alta sociedad del siglo XVIII. Me cogió de un brazo, el voluminoso ropaje rozaba una de mis piernas al andar. Apresurada, mirando casi a varios sitios a la vez, me dirigió a una de las habitaciones de la casa.
—He mandado preparar esta estancia para ti, espero que te guste y que te sientas tan cómoda como en tu propio hogar —anunció con solemnidad— de hecho, esta es tu casa —continuó con una sonrisa pícara de complicidad.
Instantes antes, en el pasillo, con la severidad de sus movimientos y por la intransigencia con la que había llamado al orden al muchacho, no hubiera pensado que la mujer sonriera muchas veces. Sin embargo, en la soledad de la habitación, su mirada se trasformó en dulce y maternal.
—¡Si estás helada, muchacha! —se sobresaltó al observar mi piel enrojecida por el frío.
Me arropó con una manta de lana, la aspereza rozó mi cuerpo, pero acepté de buen grado un poco de calor.
Me percaté que a donde realmente me había conducido, era la misma estancia en la que me hallaba dormida hacía unos escasos tres cuartos de hora, sin embargo, aquel dormitorio ahora me pareció más amplio y confortable. El crepitar del fuego, que se encontraba encendido, me recordó al de mi niñez en la vieja casa familiar.
Mi mente racional me convenció de que no se trataba más que de un sueño muy vívido que me llevaba a otro siglo, a otra época, pero en la misma casa. Quizás fruto de todo el tiempo que había pasado observando y analizando aquella noche los rostros de mis predecesores.
—Cómo te he dicho antes —interrumpió mis pensamientos—, pensábamos que vendrías dentro de unas horas, al mediodía. Tenía pensado bajar a buscarte al sótano, sin embargo veo que ya conoces el camino muy bien —comentó mientras volvía a mirarme con sonrisa cómplice.
Mi incredulidad se reflejaban en todo mí ser. La mujer, lista como una liebre, comenzó a sospechar que quizás yo ignoraba algunos detalles que ella había dado por hecho que yo conocía.