Lo que no hicimos, pero aún duele
Nicolás creció escuchando historias sobre su abuelo. En la familia, era un tema delicado. “Un hombre difícil”, decía su madre. “Alguien que hizo lo que pudo”, murmuraba su padre. Pero nadie hablaba claro.
Cuando Nicolás cumplió treinta, recibió una carta del pasado. Un investigador le pidió acceso a archivos familiares para un libro sobre la dictadura. Su abuelo —oficial retirado— aparecía mencionado. No como víctima. Como cómplice.
Nicolás leyó el correo varias veces. La carta no lo acusaba. Solo pedía colaboración. Pero algo en él se quebró. Sentía vergüenza. Rabia. Confusión. No conocía los detalles. Solo tenía una certeza: su apellido estaba manchado. Y él lo llevaba cada día, en la firma, en la voz, en la cara.
Podría haber ignorado el mensaje. Nadie lo obligaba. Pero no pudo.
Días después, se reunió con el autor del libro. Entregó los pocos documentos que encontró y escuchó, por primera vez, los testimonios. El horror, el silencio, las órdenes cumplidas sin preguntas.
—No tenés la culpa de lo que hizo tu abuelo —le dijo el investigador.
—Pero soy su nieto. Y eso me ata.
—No. Lo que te ata es el silencio.
Nicolás entendió que la ética no siempre repara lo que pasó, pero puede construir lo que viene. Que no hay redención en negar, ni dignidad en el olvido. Así que escribió. Una carta pública. Un testimonio. Un gesto. No para limpiar un apellido, sino para decir: yo no fui, pero elijo no callar.
Desde entonces, cada vez que firma con su nombre, lo hace sin bajar la vista.
No heredamos la culpa, pero sí la responsabilidad de no repetir el silencio.