El límite que no se nombra
Lucía decía que sí a todo.
Sí a quedarse más horas en el trabajo, aunque no le pagaran.
Sí a acompañar a amigas que no escuchaban, solo hablaban.
Sí a favores disfrazados de afecto.
Sí a citas que no quería.
Sí a planes que odiaba.
Sí, aunque por dentro gritara lo contrario.
Tenía una sonrisa suave, una voz tranquila, y la creencia profunda de que decir “no” era sinónimo de egoísmo. Creía que ser buena persona era ser útil, disponible, amable. Que los demás venían primero. Que el amor —la amistad, la familia, todo— se sostenía con sacrificio silencioso.
Hasta que un día, su cuerpo dijo basta.
Un ataque de pánico la derrumbó en plena reunión. No entendía por qué. No había pasado nada terrible. Solo era otro lunes. Otra reunión. Otro café que no quería tomar.
En terapia, le preguntaron cuándo fue la última vez que eligió algo sin culpa. No supo responder.
Lucía comenzó a practicar una palabra simple. Una que la asustaba.
—No.
Al principio, temblaba al decirla. La vestía de excusas: “Hoy no puedo, perdón”, “Tal vez otro día, lo siento”. Pero poco a poco, descubrió que decir “no” también es una forma de decir “sí” a una misma. Que poner un límite no es rechazar al otro: es reconocerse. Y que la ética del cuidado comienza por uno mismo.
Un día, alguien la acusó de haber cambiado. Ella sonrió, por primera vez, sin pedir disculpas.
A veces, el acto más valiente no es enfrentarse al mundo, sino decir “no” sin miedo a dejar de gustar.