Dar no siempre es compartir
Lucas creía ser generoso. Ayudaba a sus amigos con dinero cuando lo pedían, le prestaba su coche a su hermano menor, hacía donaciones anónimas a una fundación del barrio. Era de esos que dan sin que se lo pidan. Y, sin embargo, había algo en su ayuda que pesaba.
Un día, recibió un mensaje de su mejor amigo, Julián:
—Gracias por todo lo que hiciste, pero… a veces siento que me das para recordarme que no puedo solo.
Lucas quedó mudo.
Jamás lo había pensado así. Para él, ayudar era su forma de demostrar amor. Pero en ese mensaje se escondía una verdad incómoda: su ayuda no era neutral. Venía acompañada de silencios, de pequeñas miradas, de frases que comenzaban con “si no fuera por mí…”.
Esa noche, recordó una conversación con su abuela, muchos años atrás. Ella le dijo:
—El que da desde arriba, no está ayudando. Está comprando obediencia.
Lucas entendió, de golpe, que había confundido el dar con el controlar. Que su ética, aunque bienintencionada, estaba viciada de ego. Y que a veces ayudar no es dar más, sino acompañar sin hacer sentir menos.
Desde entonces, cada vez que ofrece algo, se hace una pregunta sencilla:
¿Estoy aliviando al otro, o alimentando mi imagen de héroe?
Y si la respuesta no lo deja en paz, elige callar, escuchar, y esperar a que le pidan. Porque aprendió que hay una ayuda que salva, y otra que hiere.
La verdadera ayuda no humilla, no pesa, no exige. Solo está. Y se ofrece como un igual.