Volví de la cocina con la fregona y el cubo con agua, me tocaba limpiar el piso del salón. Tendría que mover los muebles, la mancha había impregnado la alfombra, las patas del diván, había llegado al Árbol de Navidad. Y el olor, se me había metido hasta el cerebro.
- No, no entiendo que te pongas así. Eso ha sido un suspiro, no te quejes. Si ni te has enterado.
Seguía frotando el suelo con el mocho mientras ella no dejaba de fastidiarme. Me echaba en cara el poco esmero con el que había elegido su regalo de Reyes.
- Al final la culpa va a ser mía. No te gustó tu regalo y decidiste romperlo, pero a culpa es mía. - empujé con el palo el paquete tirado a sus pies.
Entre trozos de papel de colores y cintas con lazos asomaba un frasco de perfume roto, ese que anunciaba en la tele la actriz famosa, carísimo. Se había enojado, esperaba otra cosa, un joya, un reloj, no sé. Qué difícil es acertar con ella.
- Vale, no era lo que querías, pero no es para ponerse así. Tampoco es que los calcetines sean lo más de lo más, y ya ves que los tengo puestos. - le señalé mis pies. - Mierda, los he ensuciado. A ver cómo saco la macha.
Pero seguía increpándome, buscándome las cosquillas. Ya sabía el mal genio que tengo cuando me sacan de mis casillas, ya lo había vivido, pero parecía que se le había olvidado, y eso que hacía sólo un momento.
- ¡Déjame en paz! Ahora te has quedado sin nada, por malagradecida y caprichosa.
Continué limpiando el suelo, ignorando sus quejas, hasta que se dio por vencida y se calló. Desde ese momento sólo me miró, con aquellos ojos vidriosos, con aquel rictus, sin moverse, la mirada clavada en mí.
Ya había terminado de recoger lo mayor, volví a la cocina a cambiar el agua del cubo. Estaba seguro de que aprovecharía ese momento para soltar por la boca alguna perla de las suyas, pero no, se quedó callada, ni una palabra. Cuando regresé el salón seguía en la misma postura, continuaba en silencio.
- Contigo ahí en el medio no puedo terminar, ya que no ayudas, por lo menos no molestes.
Metí mis brazos por debajo de sus axilas, apoyé su nuca contra mi pecho. Su cabeza cayó hacia adelante y se ladeó. Cuando la tenía bien sujeta, la arrastré hasta el pasillo, cómo pesaba la condenada. Por fin el piso del salón estaba despejado y podía terminar de limpiar. Me corté el pie con un trozo de cristal del frasco de perfume y un chorro de sangre cayó al suelo.
- Yo he limpiado la tuya. - dije señalando las gotas sobre las baldosas que ya había fregado. - Espero que tú limpies la mía.
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Editado: 25.01.2024