El regreso del pasado

Capítulo 1 : Sin Salida

Cassandra

El olor a café barato no disimulaba el temblor de mis manos. Lo sostenía como si pudiera absorber algo de calor, como si pudiera agarrarme a algo que no fuera la desesperación. Aquella mañana, sentada frente a mi jefe, ya sabía lo que venía. Estaba en el aire, como una sentencia que uno siente antes de escucharla.
—Lo siento, Cass. Hay recortes. No es personal —dijo como si aquello hiciera la diferencia—. Te estimo, pero… eres la más nueva aquí y…
No es personal, bufé para mis adentros, dejando de escucharlo. Siempre dicen eso cuando destruyen tu mundo con una sonrisa incómoda. Parpadeé, tragando el nudo que se formaba en mi garganta.
—Tengo dos hijas —susurré—. Si me despides, no sé qué voy a hacer.
Él suspiró. Me extendió un cheque. Dos mil dólares. Eso era todo lo que valía mi esfuerzo, mis desvelos, mis fines de semana robados.
—Ojalá pudiera hacer más, pero eres una mujer fuerte. Tómalo como un comienzo —dijo, consolándome profesionalmente—. Te deseo suerte.

Suerte. La palabra me perforó los oídos mientras salía del edificio, con el cheque arrugado en mi puño y el alma hecha trizas. Me senté en una banca del parque más cercano cuando el mundo comenzó a girar demasiado deprisa y el aire no alcanzó mis pulmones. Aquellos ataques de pánico eran ya algo normal. Era una mujer adulta, con responsabilidades; no me podía dar el lujo de dejarme quebrar. Traté de respirar hondo. No podía irme a casa en ese estado, no podía darle a mis hijas lo que necesitaban si no tenía trabajo.

Mi respiración comenzó a acelerarse aún más. El pecho se me cerró. El mundo se volvió borroso y, aunque quise luchar, solo sentía que algo dentro de mí se rompía, y no había nadie para sostener los pedazos. No podía ir al hospital. No tenía dinero para eso, mucho menos ahora. Lloré en silencio hasta que el temblor pasó. Me sentía vacía. Rota.

El teléfono sonó en mi bolso, sacándome de mis propios pensamientos improductivos. Lo saqué con manos temblorosas.
—¿Señora De la Vega? Le recordamos que tiene tres cuotas vencidas del colegio. Si no se abonan antes del viernes, lamentablemente sus hijas no podrán asistir a clases la próxima semana.
Asentí sin decir nada y colgué porque no tenía nada que decir. No había forma de que pudiera decir algo en aquel momento. Miré la pantalla de mi celular y vi a mis dos pequeñas en él. En esas caritas dulces que creían que el mundo era justo. En sus risas, sus abrazos, sus dibujos torcidos en hojas arrancadas de un cuaderno viejo. Eran lo único bueno que tenía. Lo único que me mantenía en pie.

Tal vez esto era un castigo. Por mi pasado. Por haber amado a quien no debía. Por haber nacido fruto de una relación que destruyó todo a su paso. Por ser hija de una mujer que destruyó una familia sin que le importase nada, y de un hombre que solo supo quererme hasta que su idilio murió.

Mi madre había muerto, y mi padre... apenas ella murió, volvió a su casa como si nada. Con su “verdadera familia”, como si mi existencia o la de mi madre no hubiesen sido más que unas vacaciones. Me mandó lejos para no perturbar su vida y, aunque él pareció olvidarlo, yo no lo había olvidado.

Regresé al apartamento con la idea de cocinar algo para cuando llegaran mis hijas, pero la estufa estaba fría. El gas había sido cortado. Sentí que el aire me abandonaba otra vez. Me quedé un momento en la puerta, respirando hondo, intentando no gritar, pero el mundo solo me estaba abofeteando a cada paso.
—Tienes dos días, Cassandra. O pagas, o te vas —la voz a mi espalda era de mi casera—. No me vengas con rollos o historias, que ya no me das lástima. Así que págame cuanto antes.
Asentí. No tenía fuerzas para discutir. La vi caminar por el pasillo hacia el siguiente apartamento y simplemente me di media vuelta para volver sobre mis pasos e ir a comprar algo decente con el dinero que tenía. No podía cocinar, pero sí podía y debía darles a mis niñas una cena decente.

Las recogí en el colegio, esquivando a cualquier persona del personal. Las llevé a casa con una sonrisa que realmente no sabía cuánto podría mantener. Me contaron cosas de sus clases, sus maestras, sus juegos, mientras yo fingía que todo estaba bien, porque verlas reír me llenaba de vida y, aunque el techo estuviera cayéndose sobre mi cabeza, ellas no tendrían problemas.
—Mami, sabes que te queremos mucho —dijo Dalia—. ¿Verdad que sí, Lila?
—Sí, sí, mami —mi pequeña me abrazó—. Eres la mejor mami del mundo.

Mi pecho quemó. Me sentí incapaz de contener mucho más mis lágrimas, así que, después de leerles un cuento con mis últimas fuerzas, las vi dormir con las lágrimas corriendo silenciosamente por mis mejillas. Caminé con pasos lentos hasta el espacio que hacía de sala en aquel minúsculo lugar. Me senté en el sofá viejo que un vecino me había regalado y me quedé mirando la nada, mientras lloraba. Sentía que no era suficiente, que nunca lo fui y que probablemente nunca lo sería. Mi cabeza dolía ante el millón de preocupaciones que me asfixiaban. Lloré sola, en silencio, como ya se había hecho costumbre para mí.

Miré el móvil sobre la mesa despintada frente a mí e hice lo único que podía hacer por mis hijas. Tragué el orgullo y la furia que me invadían para que, después de dos tonos, me contestaran. Observaba en mi móvil el número que juré no volver a marcar.
—¿Aló?
—Padre —dije, y la palabra me supo a veneno—. Soy… soy Cassandra.
El silencio del otro lado fue largo.
—Hasta que te dignaste a llamar —la voz fue frívola, como la recordaba—. ¿Dónde has estado?
—Necesito ayuda —fue lo que dije—. No tengo a dónde ir y tengo… tengo cosas en las que pensar que valen más que la poca empatía que siento por ti.
—Tus palabras duelen, Cassi —dijo el apodo que me hizo desear cortar—, pero te daré lo que necesites. Eso sí, debes volver al pueblo, vivir conmigo. Quiero... arreglar las cosas antes de morir.
—¿Esa es tu forma de ayudar? ¿Un chantaje? —reí, una risa amarga, rota—. Ya veo que no has cambiado nada.
—Tómalo o déjalo, Cassi. Soy un perro viejo, no puedo cambiar. Además, no tengo tiempo para remordimientos.
—Ojalá te hubieras muerto tú, y no ella.
Dije antes de colgar. Golpeé el sofá hasta que me dolieron los nudillos. Volver al pueblo que me llevó a convertirme en la peor de las personas, el lugar donde todos me odiaban, donde vivía él... y ella.
¿Tenía opciones?
¡No, claro que no las tenía!




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