El regreso del pasado

Capítulo 2 :Tú no existes en mi historia

Dalton

No supe si estaba teniendo una pesadilla o si simplemente había perdido por completo la cabeza. Pero ahí estaba ella, de pie. En medio de la sala, como si el tiempo no hubiera pasado, como si no hubiera huido dejando a medio pueblo en llamas. Con dos niñas pequeñas a su lado. Dos niñas que se parecían demasiado a ella.

¿Cuándo había tenido aquellas niñas?

Me deshice de esa pregunta tan rápido como mi esposa del silencio que se hizo entre los dos. La mujer con las dos niñas humedeció sus labios antes de mirar a Rita, que gritó a mi lado con demasiado dramatismo.

—¿Se puede saber qué demonios haces aquí? —escupió las palabras con furia—. ¡Cómo tienes la poca vergüenza de volver aquí!

Yo no pude decir nada, simplemente me quedé en completo silencio, no porque no quisiera, sino porque no podía aún aceptar que esa mujer estuviera de pie frente a mí una vez más. No sabía cómo pronunciar lo que mi mente gritaba.
¿Qué hacía ella aquí?
¿Cómo se atrevía a volver?

Cassandra alzó el mentón, altiva como siempre. No se molestó siquiera en hablar en voz alta cuando respondió:

—Solo vine porque mi padre me lo pidió. No quiero estar aquí más de lo necesario —dijo con esa calma que me irritaba, como si no importara cuántos cuchillos le lanzaran con la mirada, ella no pensaba moverse—. Pero créanme que no tengo ningún deseo de estar con ustedes o en esta casa.

—¿Ahora resulta que tienes dignidad? —Rita bufó, caminando hacia ella—. Eres una descarada. Una oportunista. Vienes a buscar dinero, ¿verdad? Seguro tus hijos ni siquiera tienen padre.

Cassandra giró los ojos, fastidiada. Pero su voz no se elevó.

—No estoy aquí para hablar contigo —negó con la cabeza—. Tampoco me interesa tu opinión. Solo quiero descansar un poco. ¿Dónde me voy a quedar, padre?

Mi suegro, que había estado más rígido que un poste de luz desde que ella entró, al fin reaccionó. Sonrió como si la vida fuera color de rosa y señaló el interior de la casa antes de bajar la mirada a las niñas, que seguían ahí en silencio.

—La habitación de invitados… la misma que usaste antes —dijo mirándola como si fuera la única que importara. Su tono era suave y dolido, como nunca había escuchado a mi suegro—. No sabía que tenía nietas, así que… mañana lo acomodaré mejor para las…

—No te tomes tantas molestias —fue la respuesta cortante de Cassandra—. Ahora me voy a descansar y acomodarme. No fue un placer reencontrarnos.

Ella tomó a sus hijas de la mano, caminó con prisas dentro de casa mientras nosotros nos quedábamos completamente en silencio en medio de la puerta. Me enfurecí cuando vi que ni siquiera me dirigió la mirada en todo aquel momento.

Y eso… eso me molestó más de lo que debería.

Porque Cassandra casi había arruinado mi vida. Mi futuro. Había causado un caos que aún arrastrábamos como un peso muerto entre los hombros. Pero verla así, tan indiferente a mi existencia… me quemó por dentro. Como si mi odio fuera una antorcha encendida y ella me negara el derecho de usarla.

Rita me tomó del brazo con fuerza, sacándome del mar de sentimientos que me consumían.

—Más te vale no acercarte a esa perra —me advirtió con veneno puro—. Oh, vas a ver realmente lo amarga que puede ser tu historia.

—No seas estúpida —la miré con el ceño fruncido—. Rita, no empieces otra vez, porque con ella ni siquiera tienes razón para tener celos.

Ella rió con esa risa amarga que conocía tan bien.

—Oh, Dalton. No soy celosa. Soy precavida. Sé muy bien qué clase de mujer es. Y sé quién eres tú. Ella es una zorra. Y tú, bueno… tú tienes debilidad por las cosas que no puedes controlar.

—Si hubiese sabido qué clase de mujer eras tú —dije alejando su brazo de mí—, ni siquiera me habría casado contigo.

—No tenías otra opción —me lanzó, apretando la mandíbula—. Tu familia estaba en la quiebra, y yo era la única con un apellido decente que te podía salvar, ¿verdad?

Sentí un puñetazo invisible en el pecho, acomodé mi ropa mirándola con ese disgusto que ella se había esmerado en construir dentro de mí después del matrimonio. Mi suegro no dijo nada. No levantó la mirada. Solo se mantuvo ahí, inmóvil, como si nuestra discusión fuera parte de su día a día. Como si estuviera acostumbrado a vernos derrumbarnos en su casa.

Di media vuelta sin decir nada más y entré a la casa. No sabía por qué me sentía así. Rabia, sí. Pero también confusión. Incomodidad. Molestia… ¿culpa?

Rita fue tras su padre, que movió su silla de ruedas hacia su despacho como si realmente no tuviera nada que decir sobre lo que había pasado. La pude escuchar gritarle sus reclamos desde la escalera.

—¡No pienso tolerar que esa mujer se quede bajo mi techo! ¡Papá, ¿me estás escuchando?! ¡No!

No pude seguir escuchando aquello, caminé con prisas escaleras arriba y odié la molestia que quemaba dentro de mí. No solo por la presencia de Cassandra, sino porque todo lo que creía cerrado parecía abrirse como una herida mal curada. Y lo peor… es que lo sabía desde que la vi. Que nada sería simple con ella cerca. Que no era un regreso… era una maldita tormenta.

No lo pensé. No analicé. Solo me dejé llevar por el impulso y me encontré frente a la puerta de su nueva habitación. La puerta de esta se abrió justo cuando iba a entrar. Cassandra apareció al otro lado con el ceño fruncido. Se quedó paralizada. Y entonces, lo escuché: las voces infantiles dentro, risas suaves, murmullos de juegos. Ella cerró la puerta de inmediato y se cruzó de brazos.

—No tengo tiempo para tus discursos —me soltó antes de que hablara—. Tampoco necesito amenazas, así que…

—No vine a darte discursos. Vine a dejar claro que no quiero que te metas en mi camino —fui cortante—. Ya arruinaste bastante mi vida una vez. No pienso dejar que lo vuelvas a hacer, así que si volviste para…

Sus ojos se endurecieron, y por un segundo, creí ver un destello de dolor. Pero fue fugaz. Ella habló con firmeza después de ese segundo, interrumpiéndome sin problemas.




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