Cassandra
Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria, pero no podía controlarme realmente. El golpe resonó en mis costillas como un eco hueco de lo que quería hacerle a él. A Dalton, por todo lo que pasó antes, por lo que hizo después de lo que pasó entre nosotros. Tragué con dificultad, apoyándome en la puerta.
Él había sido cruel después de haberse dejado llevar. Me había mirado como si fuera el peor de los errores, y eso me había llenado de tanta ira que terminé haciendo un escándalo. Sentí la vergüenza quemar en mi interior, como siempre que lo recordaba, y quise realmente borrar esos pensamientos… pero no parecía capaz de hacerlo. Me apoyé más contra la puerta y respiré profundamente.
Sin embargo, mi corazón… estaba descontrolado. Golpeaba tan fuerte que sentía que el pecho me iba a estallar. No importaba el tiempo, ni la distancia, ni el odio que intenté cultivar. Algo en mí, en lo más tonto de mí, seguía enamorado.
—Mamá —la vocecita de Dilan me devolvió a la realidad.
Respiré hondo una última vez, apartando a golpes invisibles todos los pensamientos que amenazaban con dejarme de rodillas. Pero no iba a permitirlo. No ahora que tenía muchas más cosas por las que luchar. Ya estaba aquí, así que ahora solo quedaba seguir adelante.
Miré el rostro de mis pequeños, sintiéndome mucho mejor solo con observarlos. Daniela, sentada sobre la cama, sacaba una camiseta arrugada de su maleta, con su cabello un poco más largo que el de su hermano, sus ojos dulces y tranquilos, idénticos a los de él… a los de Dalton. Y junto a ella, Dilan, mi torbellino inquieto, con esa mueca rebelde que ya empezaba a mostrar carácter.
Mi mirada se detuvo un momento más en él. Era como verlo a él, a Dalton, en miniatura. El mismo color de ojos, la misma curva en la mandíbula, la misma forma de fruncir el ceño. Tragué saliva ante la idea de que alguien pudiera intuir la verdad que estaba guardando. Sin embargo, no importaba cuánto lo cuestionaran, yo nunca iba a revelarlo. Nunca diría la verdad. No necesitaba su apellido ni su reconocimiento, tampoco los problemas que vendrían con eso.
Esos niños eran míos. Los había cuidado lo mejor que había podido y realmente solo los necesitaba a ellos. Así que simplemente los protegería. No necesitaba nada más, solo a ellos.
Me acerqué a mis pequeños, sentándome junto a las maletas abiertas.
—Vamos, hay que desempacar todo antes de que estas cosas se arruguen más —dije, forzando una sonrisa—. Y no debemos ponernos ropa arrugada, ¿verdad?
Daniela asintió con entusiasmo. Dilan solo me miró, como si su mente estuviera en otro lado… y lo estaba. Pude saberlo apenas me habló con solemnidad.
—¿Esos eran nuestros tíos? —preguntó de pronto, con la voz bajita.
Me tensé.
—Sí —respondí, sin saber cómo continuar—. Como les dije, vamos a vivir con ellos por un tiempo.
—Pero no me gustan —dijo él, bajando la mirada—. Nos miran feo.
Me mordí el interior de la mejilla. No podía culparlos. Pero eso no lo iba a decir en voz alta. Mis hijos no tenían nada que ver en mis problemas con aquella familia. Sonreí con una tranquilidad que realmente no sentía.
—Cariño, tenemos que quedarnos aquí por un tiempo, Dilan —le expliqué con suavidad—. No tienen que gustarte, no tienes que agradarles, pero debemos ser educados, ¿de acuerdo, mi niño?
Dilan asintió, aunque seguía con el ceño fruncido. Luego alzó la mirada otra vez.
—¿Por qué el abuelo está en esa silla?
Abrí la boca… pero no tenía respuesta. No lo sabía. No sabía qué le había pasado, por qué mi padre, siempre tan fuerte, tan firme, ahora estaba limitado a esa silla. Y peor aún, no sabía cómo sentirme con respecto a él ahora que mis hijos lo habían visto por primera vez.
Estaba a punto de inventar alguna excusa blanda, algo genérico, cuando tocaron la puerta.
Una, dos, tres veces. Golpes secos.
Me puse de pie de golpe.
—Ya te dije que no quiero hablar más nada contigo —espeté, mientras cruzaba la habitación. Abrí la puerta de un tirón con el ceño fruncido, dispuesta a enfrentar otra vez a Dalton…
Pero no era él.
Era ella.
Mi hermana.
Sentí un escalofrío de pies a cabeza. Apreté los labios.
—Voy a salir un momento, chicos —les dije sin girarme, suavizando mi voz.
Salí al pasillo y cerré la puerta detrás de mí.
—¿Qué quieres? —le pregunté, con voz baja pero firme.
Ella me miró con ese brillo venenoso en los ojos, como si llevara años practicando esta conversación.
—¿Cómo se te ocurre volver aquí? —soltó, sin rodeos—. ¿Qué tan idiota eres como para aparecerte después de todo este tiempo? ¿Qué, viniste a sacar un pedazo más de lo que ya te robaste una vez?
Me reí, seca.
—No robé nada —le dije—. Solo vine por necesidad. Créeme que si tuviera otra opción, no estaría viendo la cara de ninguno de ustedes.
Su risa fue peor que la mía. Burlona. Casi histérica.
—¿Y esos dos niños? ¿De quién demonios son? ¿De otro pobre imbécil que te creyó inocente? —me escupió las palabras—. ¿O acaso te atreviste a volver con la esperanza de terminar lo que empezaste cuando intentaste quitarme a mi marido?
Me mantuve inmóvil. Sentí la sangre hervirme, pero no iba a darle ese gusto.
—No me interesa el pasado, ni tu marido. Tampoco soy una víbora falsa como tú —dije con tranquilidad—. Nunca tuve que fingirme una damisela en peligro. Pero no te preocupes, no tengo tiempo ni ganas para repetir los errores de mi madre.
Sus ojos chispearon con furia. Se acercó un paso más, sonriéndome con la crueldad de quien se sabe protegida.
—No me importa lo que digas, Cassandra. Esta vez no te dejaré ir tan fácilmente si intentas meterte con mi familia otra vez —clavó sus uñas en mi brazo—. Créeme que te vas a arrepentir, porque no voy a dejar que te revuelques con mi marido o intentes, como una envidiosa, tomar lo que es mío. ¡Solo mío!
Editado: 18.08.2025