Dalton
Tenerla bajo mi techo otra vez —a ella— era un problema, una preocupación que sin duda no necesitaba en mi vida, mucho menos en este punto de la existencia.
Golpeé ligeramente mi dedo en el posabrazos de la silla en mi despacho y apoyé mi cabeza en el respaldo de la misma. De todas las cosas que podría esperar de Cassandra, esta era la más absurda. Ella odiaba a su padre, odiaba a todos en este bendito lugar, y quisiera decir que era un odio sin fundamentos, pero ella la pasó realmente mal, tan mal que se convirtió en lo peor de este lugar… o al menos eso pensaba antes.
Bufé ante mi propio pensamiento. Lo peor de este lugar dormía cada noche a mi lado en la cama, me alargaba la vida recordándome que no era más que su pequeño trofeo, el triunfo que ella creía haber conquistado porque me amaba. Pero Rita… no amaba a nadie más que a ella misma.
Miré hacia la puerta vacía y pensé que vivir con Cassandra era como convivir con un fantasma. No de los que asustan, sino de los que duelen, de los que dan problemas, de esos que realmente pueden poner tu mundo patas arriba.
Cassie era todo lo que alguna vez hice mal, eran todos mis pecados y a la vez mis cargos de conciencia. Sin embargo, no podía dejar que mi vida se complicara más. Estuviera o no en aquella casa, necesitaba mantenerme al margen, lejos, sin que ella hiciera que el caos en mi matrimonio fuera más insoportable.
No era la misma chica que se fue, de eso estaba seguro. No era la misma que me miró con lágrimas y rabia aquella noche en la que todo se rompió, la noche en que le grité que solo había seguido adelante porque ella se regaló como una cualquiera. Ahora era una mujer: más segura, más fría, más hermosa —si eso era posible— y ese cambio en su actitud me provocaba una inquietud tan absurda como real.
Me apoyé en el marco de la ventana del despacho cuando ya no pude estar tranquilo en mi lugar. Miré el jardín trasero mientras me debatía entre la necesidad de mantener la calma y las ganas de gritarle al universo que me diera una explicación.
¿Qué se suponía que debía hacer ahora?
Mi esposa ya estaba fuera de sí. Rita había pasado la última hora caminando por la casa como un huracán con tacones, lanzando amenazas apenas disfrazadas y quejándose de la presencia de “la perra” y “sus crías”. La escuchaba, sí. Pero cada palabra suya me alejaba más de la versión del hombre que alguna vez intenté ser para ella.
Respiré hondo. Demasiado hondo. Y el sonido de pasos pequeños interrumpió mi momento de falsa calma.
—¿Hola? —dijo una vocecita infantil desde el umbral de la puerta.
Me giré, sorprendido ante la presencia de aquellos niños en la entrada del despacho. El chiquillo sostenía la mano de su hermana con decisión mientras me saludaban con tranquilidad… o mejor dicho, con curiosidad. La niña sostenía una muñeca vieja contra su pecho mientras me miraba con intensidad.
—Hola… —respondí, sintiéndome torpe—. ¿Necesitan algo?
—¿Tú eres Dalton? —preguntó la pequeña, con una seriedad inquietante para su tamaño—. ¿Nuestro tío, verdad?
—Sí —dije dudando—. Supongo que soy su… tío.
—Nosotros somos Daniela y Dilan —respondió ella—. Mamá dijo que esta era tu casa y ahora también la nuestra. Nunca hemos tenido un tío.
Tragué saliva, sintiéndome emocionado por aquellas palabras sin motivo. Me encogí de hombros.
—Tampoco he tenido sobrinos antes —respondí con una sonrisa—. Pero ya lo averiguaremos. Se van a quedar aquí por un tiempo, ¿verdad?
—¡Sí! Mami dijo que vamos a vivir juntos —declaró Daniela, con una sonrisa que derritió algo dentro de mí.
—Sí… por ahora —murmuré.
—¡Genial! —exclamó Dilan—. Así te vamos a ver más. Aunque no me gusta esa señora que grita mucho. ¿Por qué grita tanto?
Me encogí de hombros, sin saber qué decir.
—Ella no… no está acostumbrada a tener niños cerca —intenté justificar.
Dilan frunció el ceño.
—Pues debería. ¡Nosotros somos geniales!
Tuve que contener la risa. Pero fue en vano. La solté. Una carcajada breve, sincera, que me sorprendió incluso a mí, porque hacía años que no reía con tanta tranquilidad.
Sin embargo, en ese instante, Rita apareció como si hubiera olido mi alegría.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con esa sonrisa afilada que tanto detestaba.
—Solo están saludando… —intenté decir—. No empieces con tus…
—No quiero ver a esos retoños de la zorra rondando por mi casa —soltó con veneno, ignorando mi mirada de advertencia—. Esa molesta de Cassandra siempre arrastrando problemas a nuestra familia.
Dilan dio un paso al frente, alzó su barbilla antes de mirar con firmeza a Rita.
—¡No digas cosas feas de mi mamá! ¡Eres una bruja! —gritó, empujándola con fuerza antes de salir corriendo.
Daniela lo siguió, asustada. Rita se tambaleó un poco, sorprendida. Y yo me reí. No debía hacerlo, pero lo hice. Porque el niño tenía razón. Porque lo dijo con el alma. Porque no hay justicia más pura que la de un hijo defendiendo a su madre.
Pero mi risa murió en seco cuando Rita me miró, muy seria, con una calma que helaba la sangre.
—Y por eso —dijo lentamente— jamás en mi vida voy a tener un hijo. Esos pequeños demonios no van a arruinar mi existencia con berrinches, ni mucho menos con sus asquerosas manitas tocando mi cuerpo.
La miré, sin poder creer lo que acababa de salir de su boca.
—¿De verdad piensas eso? —pregunté.
Ella no respondió. Solo me sostuvo la mirada, con arrogancia.
—Eres una egoísta, Rita. Siempre lo has sido —le dije con enfado—. Pero yo fui más idiota por no querer verlo antes.
—¿Y ahora qué? ¿Te vas a hacer el ofendido porque defendiste al hijo bastardo de tu ex amante? ¿O te molesta que yo no quiera tener niños molestos alrededor?
—No vuelvas a hablar así de esos niños —espeté—. De ninguno en general. Porque, a diferencia de ti, ellos todavía tienen algo que tú perdiste hace mucho tiempo: humanidad.
Editado: 18.08.2025