Dalton
Desperté con esa sensación espesa que me dejaba cada noche en esta casa. A mi lado, Rita seguía en la cama, aunque su ceño fruncido dejaba claro que ya estaba despierta.
—Hoy voy a estar todo el día fuera de la ciudad —dijo sin preámbulos, como si me estuviera informando de la previsión del tiempo sin despegar la mirada de su celular—. Me voy con unas amigas, así que espero que no me llames ni me molestes.
Me pasé una mano por el rostro, reprimiendo un suspiro. Hacía años que no me importaba lo que hiciera con su vida ociosa cuando la mía estaba llena de trabajo y responsabilidades.
—Haz lo que quieras —dije recordando el día que me esperaba—, Rita, lo que hagas me da igual. Yo también tengo un día ocupado.
En ese instante dejó el celular, se sentó en la cama, mirándome con esos ojos que últimamente siempre parecían buscar pelea.
—Ah, cierto, esa perra va a ir a la fábrica. No le des un buen trabajo a Cassandra —escupió el nombre como si fuera veneno, con ese tono de advertencia que conocía ya—. No la quiero cerca de ti más de lo necesario. Ya me encargaré yo de que la echen de la fábrica de mi madre.
La miré, intentando no perder la poca paciencia que me quedaba.
—No deberías ir en contra de tu padre ni meterte en cosas que no te importan —dije—. Solo vete de una vez y, si no quieres volver hoy, no vuelvas.
Salí de la cama dispuesto a arreglarme para irme al trabajo, pero ella saltó fuera de la cama mirándome como si hubiera dicho la peor de las herejías.
—Claro que me importa. Esa mujer me robó a mi padre por años. No merece nada —sentenció—. Es la hija de la amante, la mujer que se robó mi familia y, créeme… yo me voy a encargar de que se largue por su cuenta.
No respondí. A veces el silencio era mi mejor defensa. Y en este caso, por el bien de todos, lo era más que nunca. La verdad es que no necesitaba que nadie me advirtiera que debía mantenerme lejos de Cassandra. Ya lo tenía claro.
—Ah, y el sábado por la noche cenamos con tus padres —añadió Rita, como si me estuviera haciendo un favor cuando ya estaba listo para irme—. Así que no hagas planes.
Tragué saliva, porque si había algo que detestaba más que las reuniones familiares, era cenar con los dos únicos seres que me habían hecho cuestionar si valía la pena mantener el maldito estatus de esta familia.
Pero, como siempre, no dije nada. Había perdido la batalla con ellos hace años, así que no necesitaba mucho más de discusiones sin sentido.
Dejé a Rita terminando de arreglarse y salí de la habitación decidido a prepararme un café para despertar. Realmente necesitaba cafeína para enfrentar el día… y a Cassandra. Caminé por el pasillo, todavía procesando lo que Rita había dicho, cuando la puerta del baño al final del corredor se abrió.
Me quedé congelado. Cassandra salió envuelta en una bata rosa, pegada a su cuerpo de una forma acolchadamente atractiva, haciendo juego con una toalla en la cabeza mientras cargaba un pequeño bulto envuelto también en rosa. A su lado, un niño de bata azul caminaba con paso firme.
Todos se detuvieron en cuanto notaron mi presencia. La mujer dejó de sonreír mientras el pequeño se detuvo para mirarme de arriba abajo. Alcé una ceja cuando lo vi colocar sus manos en las caderas con un gesto que me resultó familiar, pero no sabía por qué.
Cassandra, por su parte, ni siquiera me miró. Solo ajustó el bulto que llevaba en brazos y se dispuso a pasar de largo.
—No deberías andar así por la casa —dije, llevando las manos a mis caderas con molestia—. No vives sola aquí.
Se detuvo un segundo y me miró por fin, con ese brillo en los ojos que decía que estaba a punto de contestar algo que no me iba a gustar.
—La habitación que me dieron no tiene ducha. Esta es mi casa y, si te vuelve loco ver a una mujer en bata recién salida de darle una ducha a sus hijos, deberías hacer que te revise un psicólogo —replicó con molestia—. Pero ya es tarde, así que no voy a discutir contigo.
—Tarde para… ¿qué? —solté por el simple hecho de hacerla molestar—. Si eres una desempleada.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tan falsa que hasta yo me sorprendí de que no me hubiera escupido en la cara.
—Voy a hacer el esfuerzo de ser amable contigo, Dalton —dijo despacio, como si saboreara cada palabra—. No tengo más remedio que trabajar contigo en la fábrica y, a diferencia de tu esposa, yo prefiero aprovechar el día.
Me mordí la lengua. Cassandra siempre sabía dónde golpear para que doliera. Era un don que tenía desde que la conocí en su juventud.
Ella avanzó hacia la puerta de la habitación sin decir nada más, pero justo entonces el pequeño bulto rosa en sus brazos se movió. La niña apartó un poco la toalla de felpa en su cabeza y me miró con grandes ojos curiosos.
—Hola, tío —dijo con una vocecita suave—. Ten liiiindo día.
No pude evitar sonreírle, aunque me lo prohibiera a mí mismo. Había algo en esos ojitos que me desarmaba o quizás era el hecho de que ya me había resignado a no tener familia.
—Buenos días, princesa —le respondí en un tono que no usaba con casi nadie—. Ten buen día tú también.
Un golpe en mi muslo me sacó del momento en el que la expresión de mi cara dura se suavizaba un poco. Bajé la vista y vi al niño de bata azul mirándome con seriedad.
—Tío Dalton, no molestes a mi mamá —me dijo, clavándome esos ojos firmes—. Ella es mala cuando se enfada.
Cassandra intentó aguantar la risa, pero yo no pude hacerlo, así que la miré un segundo mientras contestaba.
—¿Ah, sí? —dije con dudas mirando al niño.
—Sí —dijo convencido, y luego añadió—: Adiós.
Sin más, se dio la vuelta y corrió dentro de la habitación. Cassandra lo siguió y cerró la puerta con calma… justo en mi cara.
Me quedé allí, en medio del pasillo, con la sensación incómoda de que aquel breve intercambio me había dejado más descolocado que toda la discusión con Rita esa mañana.
Editado: 18.08.2025