Cassandra
Dejar a mis hijos en esa casa era como arrancarme la piel con las uñas. No me gustaba, no confiaba, no quería… pero no tenía otra opción. Si quería encontrar un respiro, si quería sobrevivir o, mejor dicho, salir de este infierno, tenía que moverme, y hoy me tocaba hacerlo.
El problema era que, para ello, debía compartir auto con Dalton. Subí al vehículo con el corazón hecho un nudo. El olor del cuero mezclado con su perfume masculino se me clavó en la garganta, ese aroma amaderado, oscuro, que tanto me irritaba porque me hacía sentir demasiadas cosas.
Cosas que yo no quería sentir, nada que viniera de él. Cerré la puerta de golpe, mirando al frente, aferrándome a mi propio silencio como un escudo.
El ambiente se volvió sofocante. El silencio no era paz: era tensión pura, como si el aire vibrara en el pequeño espacio entre los dos.
Intentaba no mirarlo, no pensar en lo cerca que estaba, pero la maldita conciencia me traicionaba y, como esperaba, no tardó en pincharme.
—Dime, Cassandra… —su voz grave cortó el silencio—. ¿El padre de tus hijos era un desubicado que te abandonó apenas supo del embarazo? ¿O es que simplemente no se hace cargo porque es basura?
Lo miré de golpe, con la rabia estallando en mi pecho. No sabía cuánta verdad había en sus palabras.
—No tienes derecho a hablar de mis hijos —dije, enfadada—. Pero si quieres saberlo, sí, su padre es un bastardo. No merece ni ser llamado hombre ni mucho menos padre.
Dalton apretó el volante. No parecía sorprendido, más bien satisfecho de haber provocado la reacción.
—Claro… por ser como eras antes, terminaste enredándote con un bastardo —dijo—. Probablemente querías dormir con el primero que te prometiera cariño.
Mis uñas se clavaron en mis palmas ante sus estúpidas palabras. Odiaba que me dijera eso cuando él también había sido un bastardo perdido años atrás, pero no me dejaría acusar sin defensa.
—Mírate a ti antes de hablar de mí —le respondí, con veneno—. Si te enredaste conmigo fue solo para molestar a tu familia —negué, sonriendo con sarcasmo—. Al final, ¿qué fue lo que hiciste? Te dejaste doblegar, te casaste con mi hermana —lo miré a los ojos—. Eso te convierte en una basura mayor que cualquier otra, incapaz de ser fiel a sus verdaderos deseos.
Lo vi tensarse. Su mandíbula se contrajo, sus ojos grises se oscurecieron como tormenta. Me incliné apenas hacia él, disfrutando de la punzada que sabía que mis palabras le provocaban.
—Mírate ahora… atrapado en un matrimonio que no sirve para nada. Tú eres el último que debería darme lecciones de lo que merezco.
Quiso responderme, lo sentí en el aire, pero en ese instante el auto se detuvo frente a la planta familiar. Abrí la puerta sin esperar a que hablara.
—Ocúpate de tus asuntos, Dalton, y si me hablas, que sea solo por trabajo —advertí—. Porque entre los dos no hay nada más de qué hablar.
Bajé del coche sin mirar atrás, cuando este se detuvo frente al complejo lácteo de la familia. Miré el inmenso edificio que se alzaba frente a mí como una fortaleza de ladrillo y acero.
El aire olía a campo fresco mezclado con el zumbido constante de la maquinaria interior. Me crucé de brazos, intentando no dejar que me impresionara. Dalton caminaba a mi lado, serio, impecable en su traje oscuro, como un guía turístico.
—Esta empresa no es solo un negocio —dijo, con un tono distinto, más profundo—. Es el corazón de esta familia. El ganado es nuestro, criado y seleccionado durante décadas. Ninguna gota de leche que entra aquí viene de afuera.
—¿Nuestra familia? —bufé ante sus palabras—. Ya veo cómo han cambiado las cosas.
Él me miró con molestia, pero prefirió callar. Yo, a regañadientes, tuve que reconocer que su voz tenía un brillo diferente cuando hablaba de la planta.
Caminamos entre pasillos donde enormes tanques de enfriado vibraban suavemente, custodiando la leche fresca recién llegada de los tambos.
—Empieza en los ordeñes a las cuatro de la mañana —explicó—. Cada animal está identificado, su genética, su producción, hasta su alimentación está registrada. De ahí, directo a los tanques, luego a pasteurización.
Supe que debía ignorarlo, pero mi curiosidad me ganó. Al fin y al cabo, había crecido viendo aquella fábrica.
—¿Y después? —pregunté sin darme cuenta. Él me miró un par de segundos antes de responder.
—Luego se divide el proceso —respondió, sin apartar la mirada de las máquinas—. Yogures, quesos, mantequilla. Todo con control de fermentos vivos. Lo que hacemos aquí no es solo producción: es calidad. Si fallamos en un grado de temperatura, perdemos semanas de trabajo.
Pasamos frente a la sala de maduración de quesos. El aire húmedo y salino me envolvió como un recuerdo lejano. Filas de piezas descansaban sobre tablas de madera, volteadas con cuidado por los técnicos.
Dalton se detuvo. Sus ojos se suavizaron apenas mientras observaba.
—Aquí vive el tiempo —murmuró—. Cada queso tiene su propio carácter, su propia espera.
Y fue esa pasión en su voz lo que me golpeó. Porque lo hacía ver… humano. Y malditamente atractivo, en lugar de un bastardo.
—Qué héroe —rezongué, cruzándome de brazos—. El noble guardián de las vacas felices.
Él giró hacia mí, acercándose apenas.
—No son vacas felices. Son el mejor ganado del país, criado para producir con calidad y sin estrés. Aquí no se presume: se demuestra.
Lo odié por un instante. Odié cómo esa seguridad me hacía sentir un calor en la piel que no tenía nada que ver con la humedad de la sala.
—¡Cassandra!
La voz me sobresaltó. Giré y vi a Marcos, un viejo amigo del pueblo, ahora vestido con cofia y guardapolvo. Me abrazó con esa calidez que siempre había tenido.
—No puedo creer que estés aquí —dijo sonriendo.
Abrí la boca para responder, pero Dalton ya estaba a mi lado, su mano cerrándose sobre mi codo. La calidez de su contacto me estremeció y me dio rabia a la vez.
Editado: 18.08.2025