El reino de las bestias

La supervivencia

1. La supervivencia

Corro y corro. Veo por el rabillo de mis ojos las garras formidables y feroces, tratando de alcanzarme desde ambos costados del bosque espeso que parece no tener fin. El sonido de las garras enterrándose y desgarrando la tierra, retumban a mi al rededor. Las siento tan cerca que me parece extraño que las bestias no me atrapen. No entiendo por qué no lo hacen. Sigo corriendo. Se camuflan con los árboles como si fuesen uno más. La negrura de su pelaje y la oscuridad propia de la profundidad del bosque se complementan. Me doy cuenta de que no están intentando cazarme. Me persiguen, me observan, pero nunca me atrapan. El instinto sanguinario se ha degradado al punto de decidir no hacerme daño. No quieren hacerlo, quieren verme correr y luchar por mi vida. O quizás me quieren para algo más.

Un plato se rompe en el mismo instante que la alarma comienza a repiquetear de forma insoportable. Primero estiro el brazo para detenerla y luego me llevo la mano a la frente, como si así pudiese desvanecer las imágenes de mi pesadilla. No las necesito. No hoy.

Me recuesto de lado y me quedo mirando a Bryan, mi hermano mayor. Nos quedamos hasta altas horas de la noche contándonos sobre nuestras experiencias en la supervivencia con el mayor detalle, como si no lo hubiésemos hecho muchas veces antes, pero es que parece que cada vez recordamos algo nuevo.

El frío invernal es intenso, y siento que estoy en una cama de hielo. Me da pereza levantarme, pero es el primer lunes del mes y debo hacerlo. La pequeña ventana de mi habitación anuncia, con una luz pálida propia del invierno, que está amaneciendo.

Desde aquí escucho a mi mamá trajinar en la cocina, haciendo sonar cada cosa que tocan sus dedos o cuerpo. Sé que está preparando el desayuno, la ropa, y todo lo que necesite para enfrentarme a este día. Resoplo. Si fuese por ella, me encerraría en la habitación e impediría mi ida a la supervivencia. Sin embargo, eso es imposible. Debe acostumbrarse y aceptar que esto es parte de mi vida. No es como si fuese una elección acudir, es una obligación para cada joven aquí en Neferit.

Me pongo de pie y cojo una manta gruesa, aunque algo deshilachada, y la coloco sobre mis hombros para calmar el frío. Bryan sigue durmiendo profundamente. Lo despertaré cuando llegue el momento de despedirme. A veces, odio estos lunes, y no porque tengo la obligación de cruzar una de las puertas que están en la muralla electrificada que protege nuestra ciudad de las bestias, sino porque no me gusta que mis padres se preocupen. Hace algunos lunes, Bryan llegó de la supervivencia con diversos rasguños superficiales en su torso y espalda, que mis papás no alcanzaron a ver. Sin embargo, una herida fina y poco profunda, desde el hombro hasta la muñeca, aunque se curó al poco tiempo, bastó para quitarle el sueño a mi madre durante tres días después de que él regresó. La herida sanó rápido, pero se convirtió, para nuestra pesar, en una marca indeleble de la peligrosidad de la supervivencia.

El árbol sagrado nunca ha recibido tantas plegarias como desde ese día, sobre todo porque la siguiente en ir sería yo.

Bajo las escaleras estrechas, procurando que la madera no cruja. Levanto polvo con cada una de mis pisadas y pienso en que debería limpiar. Bueno ya no, cuando vuelva, si es que vuelvo. Desde los últimos escalones, veo a mi mamá. Va de un lado a otro, como si estuviese haciendo muchas cosas a la vez, pero mientras avanzo hasta ella, lo único que hace es levantar tiestos, platos y copas para dejarlas en un rincón; limpiar con un paño casi deshecho que le cuelga del delantal en la cintura y resoplar enfadada. Solo está preparando unas tostadas y café, lo que es bueno porque tampoco tengo hambre. Nunca tengo hambre en estos días.

Avanzo sigilosamente para que no me oiga; no quiero enfrentarme a su desdicha todavía. Cojo la ropa planchada y una toalla que están sobre el borde de una silla cercana a la entrada, pero no soy lo suficientemente silenciosa para sus oídos alertas.

Se gira y aprieta los labios, tan fuerte que el borde de la mandíbula se marca y endurece su expresión. Trato de darle la mejor de mis sonrisas tranquilizadoras, pero eso parece no surtir ningún efecto porque lo único que logro es que sus cejas gruesas se alcen lentamente en una mueca de preocupación insoportable. Avanzo hacia ella y la cojo de los hombros. Junto nuestras frentes.

—Ya sé mamá, no voy a buscar el peligro. Voy a alejarme de las bestias, no comeré nada que no conozca, treparé un árbol ante el menor ruido, no me separaré de mi equipo, no dormiré en el piso…no…—Me alejo unos centímetros y llevo mi mano a la barbilla. Sé que se me quedan muchas otras “recomendaciones” y eso la desespera.

—Piensa en nosotros cada vez que vayas a hacer alguna estupidez —pide, con la voz temblorosa—. Sé que eres de las mejores, pero no tienes que ser la mejor.

Por un instante me veo tentada a decirle que me gusta ir a la supervivencia, que he entrenado duro porque lo disfruto, y que he esperado este día ansiosamente. Es la libertad lo que me atrae, aun con el peligro inherente. Es la libertad de una semana completa, más allá de esta ciudad gris, más allá de la muralla, donde nadie me observa, donde puedo ser yo.

El crujido de la escalera interrumpe mis pensamientos.

—Mamáaaa —gruñe Bryan desde el último escalón. Mi hermano aparece sonriente, como si nada fuera de lo común sucediera hoy. Camina hacia mí y me abraza. Sé que también está preocupado; me lo dijo anoche, pero él nunca avivaría los temores de mi mamá. El calor de su cuerpo me relaja y apoyo mi cabeza en su pecho—. Estará bien, es más inteligente que yo. Es más rápida, es la mejor, no le pasará nada. No te preocupes —agrega. Bryan es otro de los pocos que disfruta de la supervivencia. Cuando cuenta la historia sobre la bestia que le hizo su marca, lo que menos se nota en su voz es miedo. No es una historia de horror, sino de adrenalina.




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