El Reino De Las Llamas Prohibidas

Prólogo – El juramento de los dioses

Mucho antes de que los nombres de Arvendel y las Tierras Sombrías existieran, el mundo era uno solo.

Los humanos y los sombraelfos compartían los mismos ríos, los mismos cielos y, en secreto, los mismos amores.

Pero los dioses lo vieron con horror.

Decían que cada raza había sido creada con un propósito, y que la unión entre ellas era una afrenta al orden divino.

Así nació la guerra.

No fue un conflicto breve, sino un odio sembrado en las entrañas del tiempo. Durante siglos, los campos ardieron con sangre, y los hijos de ambos pueblos aprendieron a temerse y despreciarse.

De aquel caos, los dioses pronunciaron un juramento:

“Que jamás un humano se una a un sombraelfo.

Que la sangre no se mezcle, que el corazón no se rinda al enemigo.

Quien desafíe este mandato, hallará la ruina y la muerte.

Así lo decretamos nosotros, los eternos.”

El juramento fue inscrito en fuego sobre los cielos. Y aunque las generaciones olvidaron los detalles de aquel decreto, las leyes de los reinos se construyeron sobre su sombra.

En Arvendel, enseñar a los niños a odiar era tan natural como enseñarles a hablar. Se decía que los sombraelfos eran criaturas de traición, sin alma, incapaces de amar.

En las Tierras Sombrías, los humanos eran descritos como bestias codiciosas, devoradoras de tierra y de vida.

La prohibición se convirtió en costumbre.

La costumbre, en verdad absoluta.

Y la verdad, en cadenas invisibles que ataban a todos.

Pero las cadenas, tarde o temprano, encuentran corazones que desean romperlas.

Y así, en medio de un mundo dividido por acero y cenizas, dos almas estaban destinadas a encontrarse.

No porque quisieran desafiar a los dioses, sino porque el amor —ese fuego que nadie gobierna— ya había sido escrito en sus destinos mucho antes de que el odio naciera.




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