El sol había trepado apenas unos dedos sobre el horizonte cuando Eira regresó a la fortaleza. El bosque se quedaba atrás, envuelto en brumas, como si quisiera ocultar el secreto que allí había nacido.
La capa le pesaba sobre los hombros, húmeda por el rocío. Cada paso sobre el empedrado parecía más fuerte de lo que en realidad era, como si el eco mismo acusara: traidora, traidora.
Al cruzar el portón principal, los guardias apenas le dirigieron un gesto de reconocimiento. Eira respiró aliviada: nadie había notado su ausencia.
En el patio de armas, los soldados ya entrenaban bajo el grito seco de los instructores. El choque del metal se mezclaba con los jadeos de esfuerzo. El olor a sudor y hierro llenaba el aire.
Su padre, el general Arvid, estaba allí, de pie sobre una tarima de piedra, observando a todos con ojos duros. Sus canas, iluminadas por el sol naciente, parecían hilos de plata bajo el casco de guerra.
Cuando la vio, la mirada de acero se clavó en ella como una lanza.
—Llegas tarde, hija —tronó su voz, profunda y cortante.
Eira bajó la cabeza, ocultando el rubor en sus mejillas.
—Patrullé el bosque hasta el amanecer —mintió con calma entrenada—. Estaba… tranquilo.
El general frunció el ceño.
—El bosque nunca está tranquilo. Sólo los necios se dejan engañar por su silencio.
Las palabras pesaron en el pecho de Eira. ¿Habría notado algo? ¿Podría leer en sus ojos lo que había ocurrido? Durante un instante temió que la desnudara con la mirada, que descubriera en su corazón lo prohibido.
Pero Arvid simplemente desvió la vista hacia los soldados.
—Ve a la línea de combate. Quiero ver si eres digna de portar mi nombre.
Eira obedeció. Se colocó junto a los capitanes y tomó la espada de entrenamiento. Los golpes resonaban en el aire, secos, brutales. Cada choque de acero le recordaba la cercanía de la guerra.
El sudor corría por su frente, pero la mente estaba en otro lugar. Cada vez que paraba un golpe, cada vez que devolvía un ataque, la imagen de Kael se filtraba en su memoria: sus ojos violetas, su voz tranquila, su mano rozando la suya en la penumbra.
No debía pensar en él.
Un golpe mal bloqueado la sacó de su ensoñación. El capitán que entrenaba con ella la hizo retroceder tres pasos.
—¿Dónde tienes la cabeza, Eira? —le gruñó—. Casi te corto en dos.
Ella apretó la mandíbula, recuperando la guardia.
—No volverá a ocurrir.
Pero sabía que sí ocurriría. Una y otra vez.
Aquella noche, incapaz de conciliar el sueño, salió de la fortaleza. El aire estaba frío, cargado de presagios. Los centinelas la saludaron sin sospechas: era común que patrullara, nadie se sorprendía de verla partir.
El bosque la recibió con su sombra espesa. Caminó con pasos decididos, aunque el corazón le martilleaba en el pecho.
Y allí estaba él.
Kael la esperaba, apoyado contra el tronco de un roble. La luna lo bañaba en un resplandor sobrenatural, acentuando las líneas plateadas que recorrían su piel como raíces de luz.
—Sabía que regresarías —dijo él, con una leve sonrisa.
Eira quiso replicar, decir que era una imprudencia, que no podía arriesgarse. Pero lo único que salió de sus labios fue un susurro débil:
—Esto es una locura…
Kael dio un paso hacia ella.
—Lo sé. Pero a veces las locuras son lo único que nos mantiene vivos.
El silencio se llenó del crujir de las ramas, del canto distante de un búho. Sus miradas se sostuvieron, tensas, como si el tiempo se hubiera detenido.
Eira tragó saliva.
—Si alguien nos descubre… moriré yo, y tú también.
—Entonces nadie debe descubrirnos —respondió él. Y su voz sonaba tan firme, tan segura, que por un instante ella quiso creer que realmente podían desafiar al mundo.
Eira bajó la vista, incapaz de sostener la intensidad de su mirada.
—Mi padre… sospecha. Sabe que oculto algo.
—¿Qué le dijiste? —preguntó Kael.
—Mentí. Le dije que el bosque estaba tranquilo.
Kael sonrió con melancolía.
—Así que ya nació la primera mentira.
Eira levantó la cabeza con brusquedad, sorprendida por sus palabras.
Él extendió la mano hacia ella, temblorosa pero firme.
—No tienes que cargar con esa mentira sola —susurró—. Yo también la sostendré.
Eira dudó apenas un instante. Luego, como si la atrajera una fuerza invisible, colocó su mano sobre la de él.
El contacto fue un incendio que recorrió su piel. Un abismo abierto del que no quería huir.
Kael la observó en silencio, y entonces dijo:
—No sé qué destino nos espera, Eira. Pero sé que no quiero enfrentar este mundo sin ti.
Ella lo miró, con el corazón desbordándose. Sabía que debía apartarse, que debía romper aquel lazo antes de que fuera demasiado tarde.
Pero no lo hizo.
En aquella noche oscura, bajo las ramas retorcidas del bosque, Eira selló con su silencio la mentira más peligrosa de todas: la de que aún podía elegir entre su deber y su corazón.