El viento del bosque susurraba entre las ramas como si escondiera secretos. Eira y Kael caminaban juntos en silencio, dejando que las sombras los cubrieran. Cada paso que daban más allá de la fortaleza era un paso hacia lo prohibido.
Kael la observaba de reojo. Había pasado años en la guerra, había visto morir a tantos, que había olvidado lo que era sentirse vulnerable. Y sin embargo, aquella muchacha de ojos grises lo desarmaba sin necesidad de blandir la espada.
—Dime algo, Eira —murmuró finalmente—. ¿Por qué regresaste esta noche?
Eira dudó.
—No lo sé —confesó, bajando la mirada—. Quizá… porque quería comprobar si no eras un sueño.
Kael esbozó una leve sonrisa.
—Así que temías que yo fuera un espejismo.
—No —replicó ella con firmeza—. Temía que fueras real.
El silencio que siguió fue tan denso como la niebla. Kael detuvo su andar y la miró fijamente. Había un brillo extraño en sus ojos violetas, una mezcla de tristeza y esperanza.
—Yo también tuve miedo —dijo, apenas en un susurro—. Miedo de que no vinieras.
Eira sintió un calor recorrerle las mejillas. No estaba acostumbrada a esas palabras. Nadie en Arvendel hablaba así. En su mundo, los hombres no ofrecían ternura: ofrecían acero, disciplina y obediencia.
—Esto es una locura —repitió, como queriendo convencer más a su corazón que a él.
—Lo es —admitió Kael—. Pero dime, ¿acaso no sientes… algo?
Ella cerró los ojos un instante. Recordó la soledad en los muros de la fortaleza, las miradas frías, los entrenamientos interminables, la dureza de su padre. Recordó, sobre todo, la sensación de su mano rozando la de Kael la noche anterior.
—Sí… —susurró—. Lo siento.
Kael avanzó un paso, acortando la distancia entre ambos. Sus rostros estaban ahora a escasos centímetros.
—Entonces déjalo arder.
Eira abrió los ojos, sorprendida por sus palabras.
—¿Arder?
—La chispa ya está aquí —dijo él con voz baja y firme—. Puedes intentar sofocarla, pero tarde o temprano se convertirá en fuego.
El corazón de ella golpeaba tan fuerte que temió que él pudiera escucharlo.
—Si nos descubren… —balbuceó.
—Moriremos —concluyó Kael con serenidad.
Ella lo miró con desconcierto.
—¿Cómo puedes decirlo así, sin miedo?
Él extendió lentamente la mano y acarició un mechón del cabello de Eira, dejándolo deslizarse entre sus dedos. Su toque fue tan delicado que la hizo estremecer.
—Porque he pasado toda mi vida rodeado de muerte —explicó con voz grave—. Y por primera vez siento que algo vale la pena. No voy a dejar que el miedo lo destruya.
Las palabras la atravesaron como una flecha. Nadie jamás le había dicho algo así. Nadie la había mirado como él lo hacía, como si fuera más que una soldado, más que la hija de un general.
Eira respiró hondo. El aire frío llenó sus pulmones, pero el calor en su pecho era imparable.
—Kael… —murmuró.
Él inclinó levemente el rostro hacia ella. Y entonces, sin pensarlo, sin medir las consecuencias, Eira cerró la distancia. Sus labios se encontraron en un beso breve, tembloroso, pero cargado de toda la fuerza que habían reprimido.
El mundo entero se detuvo. No hubo dioses, no hubo muros, no hubo guerras. Sólo ellos, fundidos en un instante eterno.
Cuando se apartaron, ambos respiraban agitados, como si hubieran corrido una batalla imposible.
Eira lo miró con los ojos brillantes, asustada de lo que acababan de hacer, pero incapaz de arrepentirse.
Kael acarició su mejilla con suavidad, y dijo con un tono que era casi un juramento:
—No volverás a estar sola.
Las palabras encendieron en ella la chispa de un fuego que no podría apagar jamás.