Durante tres noches, Eira y Lyanna se movieron como sombras dentro del castillo.
Robaban pequeñas provisiones de la despensa, cuero para improvisar mochilas, un par de mantas y una cantimplora oculta bajo la paja de los establos. Nadie sospechaba de ellas, pues ambas eran guerreras disciplinadas, y sus idas y venidas pasaban desapercibidas entre el bullicio del cuartel.
En el bosque, Kael aguardaba, oculto entre las ruinas de un viejo torreón olvidado. Cada vez que Eira acudía a él, el mapa cobraba más detalles: dónde hallar agua, dónde guarecerse de las tormentas, qué rutas debían evitar a toda costa.
—Necesitaremos caballos —dijo Eira en su tercera visita.
—Si los robamos, notarán su ausencia de inmediato —respondió Lyanna con preocupación.
Kael asintió.
—No iremos montados. La montaña es peligrosa para ellos. Mejor a pie, aunque duela.
Eira frunció el ceño, pensando en las largas jornadas de marcha. Pero sabía que tenía razón.
La madrugada en que debían iniciar la huida, las campanas del castillo sonaron con estrépito.
Eira despertó de golpe, con la sangre helada. El sonido no era de ceremonia ni de aviso cotidiano: era la señal de alarma.
—¡Ataque en la frontera! —gritaban los soldados en el patio.
Eira corrió hacia la ventana y vio las antorchas movilizarse. El general, su padre, daba órdenes con la voz firme que siempre imponía silencio.
—¡Todos los guerreros a las murallas! ¡Refuerzos al norte, ahora!
El corazón de Eira se detuvo. Si marchaban ahora, su ausencia sería notoria. No había escapatoria.
Lyanna irrumpió en su cuarto, jadeante.
—Todo se retrasó —murmuró con el rostro desencajado—. Si desaparecemos en medio del ataque, sospecharán de inmediato.
Eira apretó los puños, luchando contra la frustración.
—Kael nos espera esta noche. No sabe lo que ocurre…
Esa misma noche, en las ruinas del torreón, Kael aguardaba bajo la lluvia. El agua le corría por la capa oscura mientras observaba la línea de fuego en la lejanía: la frontera ardía.
—¿Dónde estás, Eira? —susurró, con un dolor creciente en el pecho.
Mientras tanto, Eira se encontraba en el campo de batalla, espada en mano. El enemigo no era Kael ni los suyos, sino un grupo de saqueadores humanos de un reino vecino. Sangre, barro y acero envolvían la noche, retrasando aún más la huida soñada.
Y en medio del caos, Lyanna no dejaba de preguntarse:
¿Acaso este ataque es una coincidencia… o los dioses mismos han movido sus hilos para impedir la unión prohibida?