El Reino De Las Llamas Prohibidas

Capítulo 9 – Fuego en la frontera

El campo norte ardía bajo la luz rojiza de las antorchas. El humo de las chozas en llamas se mezclaba con el olor metálico de la sangre. Eira empuñaba su espada con ambas manos, la respiración agitada bajo el casco. A su lado, Lyanna luchaba como una sombra incansable, sus ojos fijos en mantener a su amiga con vida.

Los enemigos no eran sombraelfos, sino mercenarios humanos enviados desde las tierras de Dravell. Guerreros brutales, con armaduras pesadas y armas oxidadas, que luchaban con la desesperación de los condenados.

El general —padre de Eira— gritaba órdenes desde lo alto de un risco.

—¡Resistan! ¡Que ninguno cruce la muralla!

Eira giró sobre sí misma, bloqueando un hacha que casi le partía en dos. El impacto la hizo retroceder, pero contraatacó de inmediato, clavando su hoja en el costado del mercenario. La sangre le salpicó el rostro, pero ella no se detuvo.

A cada golpe, recordaba el mapa de Kael, las montañas, el plan de huida… y todo se teñía de ironía cruel.

¿Cómo puedo escapar si mi propio reino arde?

Un jinete enemigo irrumpió en el campo, lanzando antorchas sobre los establos. El fuego iluminó la figura de Lyanna, que gritó:

—¡Eira, detrás de ti!

Eira giró justo a tiempo para esquivar la lanza que buscaba atravesarle el pecho. La batalla era un caos de acero y fuego, pero un instante de distracción estuvo a punto de costarle la vida.

Entonces lo sintió: una hoja enemiga rozando su costado. Un dolor ardiente la atravesó y la hizo caer de rodillas.

—¡Eira! —Lyanna corrió hacia ella, defendiéndola con furia mientras la sangre manaba lentamente por la herida.

Eira apretó los dientes, sosteniendo la espada aún en el suelo.

—No… no voy a caer aquí.

Con un rugido, se levantó tambaleante y hundió su hoja en el guerrero que la había herido. Sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y desesperación.

La batalla terminó al amanecer. El campo estaba sembrado de cadáveres y humo. Los sobrevivientes se arrastraban con heridas abiertas, y los cuervos ya rondaban en el cielo.

Eira permanecía en pie, con la armadura rota y el costado vendado. Había sobrevivido, pero cada movimiento era un recordatorio de su fragilidad.

Su padre pasó a su lado, posando una mano firme en su hombro.

—Has luchado bien. Estoy orgulloso de ti, hija.

Las palabras le dolieron más que la herida. Si supieras lo que planeo… jamás volverías a mirarme igual.

Esa noche, mientras el campamento dormía exhausto, Eira se apartó a solas, mirando hacia las montañas donde Kael la había esperado en vano. El viento helado traía consigo un susurro:

El tiempo se agota.




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