El aire estaba cargado de humo y ceniza. Los gritos de hombres y el relincho de caballos resonaban como un trueno interminable.
Eira apretó la espada, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. Su padre rugía órdenes desde la muralla, su voz imponiéndose incluso sobre el caos.
—¡Eira, aquí! ¡Defiende tu tierra!
Pero sus ojos ya no estaban en la batalla. Estaban en Kael, apenas visible entre las sombras, extendiendo la mano hacia ella como si pudiera atravesar el mar de fuego que los separaba.
Lyanna la vio titubear. Le sujetó el brazo, con lágrimas contenidas.
—Si vas con él, ya no habrá regreso.
Eira cerró los ojos un instante. Recordó la risa de Kael bajo la lluvia, el calor de su abrazo en la torre derruida, el dolor de imaginar su vida sin él. Cuando los abrió, la decisión estaba tomada.
—Entonces no volveré.
De un salto, Eira se lanzó hacia la grieta abierta en la muralla, esquivando una flecha que pasó rozando su mejilla. Los soldados gritaron su nombre, pero ella no se detuvo.
Kael corrió hacia ella, sujetándola antes de que cayera. La abrazó con la fuerza de quien temía perderla para siempre.
—Lo hiciste…
Eira lo miró con los ojos brillantes, jadeando.
—No hay vuelta atrás.
Sobre la muralla, el general la vio desaparecer en brazos del enemigo. Su rostro se endureció como piedra, y una furia helada cruzó sus venas.
—Traición —susurró con voz mortal—. Mi propia sangre me ha traicionado.
Y con un gesto ordenó:
—¡Encuéntrenla! ¡Viva o muerta, tráiganla de vuelta!
Eira y Kael corrieron hacia el bosque, entre gritos, fuego y acero. Cada paso era un desafío al destino. La guerra rugía detrás de ellos, pero en su huida ardía algo más fuerte: la certeza de que habían elegido el amor sobre todo lo demás.