El silencio era insoportable. El bosque, testigo de la escena, parecía contener la respiración.
El general avanzó unos pasos más, el acero de su espada reflejando la luz temblorosa de las antorchas.
—Eira —dijo con voz grave—. ¿Cómo has podido? Abandonaste tu casa, tu juramento, tu linaje… por esto.
Sus ojos se clavaron en Kael con desprecio.
—Un enemigo.
Kael apretó la empuñadura de su espada, dispuesto a responder con acero, pero Eira dio un paso adelante, interponiéndose entre ambos.
—¡Basta! —gritó, con la voz quebrada pero firme—. No me obligues a elegir con la espada en la mano, padre.
El general se detuvo, sorprendido.
—¿Elegir? Ya lo hiciste. Cuando huiste con él, cuando traicionaste a tu pueblo.
Eira lo miró con lágrimas contenidas.
—No es traición amar. No es traición querer un futuro donde la sangre no nos divida.
Las palabras resonaron entre los soldados, que intercambiaron miradas incómodas. Nadie se atrevía a hablar.
Kael la tomó de la mano, en un gesto desafiante.
—Ella no eligió la guerra, general. Tú y los tuyos la obligaron a vivir bajo reglas que la encadenaban.
El rostro del hombre se endureció aún más.
—Tú le llenaste la cabeza de mentiras. Tú robaste a mi hija.
Eira alzó la voz, temblando de rabia.
—¡No me robó! Yo lo elegí. Lo elijo cada día, aunque eso signifique convertirme en tu enemiga.
Un murmullo recorrió a los soldados. El general, con la mandíbula tensa, alzó la espada, incapaz de aceptar sus palabras.
—Entonces no eres mi hija.
Eira sintió que esas palabras la atravesaban como una lanza. El aire se le escapó del pecho, pero no retrocedió.
Kael, con los ojos encendidos, dio un paso al frente.
—Si quieres matarla… tendrás que pasar sobre mí.
El acero estaba a punto de hablar.