El silencio que siguió a las palabras de Eira fue tan denso que hasta el bosque pareció contener el aliento.
El general la miró, y por un instante en sus ojos se vislumbró algo parecido al dolor. Pero solo duró un segundo.
La furia lo arrasó como fuego desatado.
—¡Entonces muere con él! —rugió.
Alzó la espada y, con voz que desgarró la noche, ordenó:
—¡Soldados, acaben con los traidores!
El bosque estalló en caos. Una lluvia de flechas surcó el aire. Eira levantó su espada, desviando una por instinto, mientras Kael empujaba su cuerpo hacia la protección de un árbol.
El estruendo del acero y los gritos de guerra llenaron la oscuridad.
Kael, herido pero indomable, se lanzó contra los primeros hombres que se acercaron, cortando y bloqueando sin descanso.
—¡Eira, mantente detrás de mí! —gritó, aunque sabía que ella jamás lo obedecería.
Eira, con el rostro empapado de lágrimas y sudor, luchaba a su lado. Sus golpes no eran perfectos, pero estaban guiados por una furia pura, la de alguien que había decidido vivir o morir en sus propios términos.
El general avanzaba lentamente, observando la resistencia de ambos.
—No podrán contra todos, hija. Sois solo dos contra un ejército.
Eira, jadeando, respondió con un grito cargado de desafío:
—¡Entonces caeremos luchando, juntos!
Las palabras encendieron algo en Kael. Con un rugido, se lanzó hacia adelante, derribando a dos soldados con un solo giro de su espada. Pero su herida lo debilitaba, y cada movimiento dejaba un rastro de sangre.
Un soldado levantó su lanza hacia Eira, y Kael apenas alcanzó a apartarla. El filo rozó la mejilla de la princesa, arrancándole un hilo de sangre.
Eso fue suficiente para que el general finalmente se lanzara hacia ellos, su espada alzada como un rayo mortal.
—¡Padre, no! —gritó Eira, preparándose para recibir el golpe.
El acero descendió, directo hacia ellos.